martes, 1 de mayo de 2007

Cuento: Basural (del libro "Secuestro Express y otros relatos policiales argentinos", Editorial De los Cuatro Vientos, 2006)

La gran rata gorda y peluda se quedó inmovilizada por un segundo, después pegó un salto y se zambulló en su palacio de desperdicios. A través de la neblina viscosa que envolvía el basural se filtraban las dos luces de un automóvil llegando despacio como un enorme gatazo que trata de sorprender a los ratones. Desde su escondrijo la gran rata lo vio detenerse. Siempre aparecían intrusos en el basural.


Las portezuelas del automóvil se abrieron y Leonardo Greco arrugó la nariz. Greco vestía impecablemente y lamentó que sus caros zapatos se emponzoñaran pisando la mierda, la roña y la pus que yacían en el basural como una alfombra podrida y maloliente.


-Puta que los parió -Murmuró solemnemente mientras extraía la automática de su saco. En cambio, Bernini, el jefe, se había quedado dentro del auto. A lo más olería la podredumbre del basural pero no se ensuciaría los zapatos. Y bueno, para eso era el "capo", el jefe, el "boss" como quisieran llamarle. Greco tenía una orden que cumplir y quería acabar rápido.


-Caminá -le dijo al tipo que tenía las manos maniatadas-. Caminá -Repitió.


Atilio Robles aspiró profundamente aquel aire malsano y sonrió. Él conocía ese basural. Había crecido en su vecindad.


-Caminá -Le urgió el otro, clavándole la pistola en los riñones. Atilio Robles dio un paso y luego otro. Y comenzó a recordar. Le quedaba poco tiempo para hacerlo. Un par de minutos a lo sumo. Las dos figuras se perdieron en la neblina del basural. Dentro del coche, Bernini encendió un cigarro. El chofer aguardaba con el motor en marcha. El humo del cigarro espantaba un poco el aire fétido que se colaba por la rendija de la ventanilla. Un poco, pero no mucho. Éste era el basural, el reino de los detritos, de la mierda, de las aguas servidas, de la podredumbre, de todas las resacas. El basural era como una criatura viva, hambrienta, voraz. El basural se tragaba tipos, cosas, animales, los deglutía, los fagocitaba...


Bernini dio otra pitada. En cualquier momento sonarían los disparos y Greco volvería apurado, puteando porque tenía los zapatos llenos de caca. Bernini se divirtió pensando en eso.


Cierto tipo de jefes suelen divertirse con las penurias de sus empleados.

-¿Sabés, pibe? Yo viví hasta los quince años por aquí... -Murmuró Atilio mientras caminaba. Se estaban internando más y más en el laberinto del basural.

-¿Ah, sí?

-Sí. Solíamos mezclarnos con los cirujas y a veces les robabámos las bolsas donde juntaban metales o papeles. Salíamos cagando, a la disparada...

-Seguí caminando, Robles.

-No me lo vas a creer, pero aquí el Mocho y yo nos cogimos a la Katia, una vieja putona que nos cobró cinco pesos a cada uno. Nos tiramos arriba de una alfombra roja, me acuerdo como si fuera hoy, que era roja. La vieja "yiro" se sentía como una reina...


-Seguí caminando un poco más... -Decía el otro y mezclaba puteadas porque sus zapatos se estaban convirtiendo en una roña. Iba a tener que tirarlos y bastante que le habían costado.


-Aquí liquidé a mi primer tipo, cuando tenía veintiuno. Lo traje y le pegué un tiro en la cabeza, como vas a hacer ahora conmigo... Claro que no era tan buen tirador en ese momento. Le tuve que dar dos balazos más para asegurarme de que el tipo estaba muerto...


Greco se había desgarrado el pantalón con un filoso zuncho que asomaba de alguna parte y estaba que hervía.


-Sitio podrido... -Gruñía y seguía maldiciendo contra su suerte-. Bueno, paráte ahí -Ordenó. Habían llegado a una especie de claro de dos metros de diámetro. Curioso; no había muchos desperdicios por ahí. Curioso que Atilio Robles estuviera sonriendo.


-Arrodilláte -Ordenó el matón elegante. Y amartilló la pistola.


Flotaban vahos de nieblas, vahos malsanos que no le dejaban ver claramente la cara de su víctima. ¿Qué importaba? Greco pensaba que estaba sonriendo. Iba a morir sonriendo, entonces...


En realidad, Robles sonreía. Y de pronto Greco supo por qué. Lo supo al tratar de moverse un poco para centrar la pistola en el blanco y volarle la cabeza como un melón podrido de un único tiro. Pero no pudo moverse. Ya no tenía los zapatos en la mierda. Estaba metido hasta las canillas en la mierda. Esa tierra húmeda, de tumba, se lo estaba tragando velozmente.


-¿Eh? -Dijo mientras trataba de salir torpemente de allí. Pero no pudo.


-Te traje hasta aquí, pibe. Es tierra movediza. Yo mandé a un par de "puntos" ahí abajo. ¿No te dije que conozco este basural como la palma de mi mano? -Atilio Robles estaba dando una risita.


-¡Te voy a matar, viejo hijo de puta...! -La pistola apuntó rectamente al cráneo de Robles.


-Claro, pero vos también te vas a morir. Te estás hundiendo sin remedio, pibe... ¿No te das cuenta?


El terror animal hizo presa del pistolero elegante.


-¡Sacame de aquí! No me dejés morir... -Sollozaba.


-Primero, tirá la pistola -Murmuró el otro, conciliador, extendiendo las manos atadas.


-¿Cómo sé que me vas a sacar?


Greco, desesperado sentía a esa creatura ávida que se lo estaba tragando. Ahora sólo podía hacer movimientos torpes pero se aferraba a la automática como si fuera una soga que podía salvarlo de la jodida situación.


-Sé que no te voy a poder sacar si me metés un tiro. Apuráte, pibe... te queda menos de un minuto...


La pistola voló a los pies de Atilio Robles.


-¡Por tu madre! ¡Sacame...! -Gemía el elegante Greco que por supuesto, ya no lucía tan elegante.


-Te voy a decepcionar, pibe... A mi vieja nunca la conocí. Me dejó abandonado al nacer junto a un tacho de desperdicios, cerca de aquí...


Robles se había inclinado y estaba cortando sus ligaduras con un filoso latón que había por allí. Siempre hay cosas de ese tipo en un basural. Enseguida quedó libre.

-Sacame... sacame... -Imploraba Greco. Tenía la voz quebrada como la de una mujer. Atilio Robles recogió la pistola que yacía a sus pies. Era una nueve milímetros. Buen arma.


-Chau, pibe -Dijo filosóficamente.



Bernini estaba comenzando a impacientarse cuando oyó el disparo. Eso lo tranquilizó. Adiós, Robles. Adiós, socio. Ahora sí que se lo había quitado del medio. Él solo iba a poder distribuir la "merca" en su territorio. El pelotudo de Atilio estaba fuera de la nómina. También tendría que eliminar a dos o tres más que le eran fieles. Seguro que le iban a jurar lealtad a él cuando supieran que Robles era "boleta", pero Bernini no iba a correr riesgos. Miró por la ventanilla de la parte trasera.

Ahora el humo del basural formaba una muralla viscosa, grisácea y no se podía ver mucho a través de ella. Alguien venía. Bernini se regocijó pensando en los zapatos manchados de mierda de Greco. Iba a tener que aguantar sus puteadas durante todo el viaje.

"Bueno, el trabajo de verdugo tiene sus cosas...", rzonó jovialmente, casi al borde de la risa.

La figura ya estaba frente al coche. Bernini parpadeó. La risa se le ahogó en la garganta. De la niebla grisácea surgía una mano armada y el único ojo de una automática lo estaba mirando.

-¿Qué hacés? -Alcanzó a decir.

También alcanzó a reconocer que esa manga del saco no era del elegante traje del Greco. El primer plomo ardiente se le metió en el ojo. El segundo se le hundió en el cuello. Bernini se desplomó sobre el asiento regando sangre por todos lados, como si una mano invisible hubiera abierto sus grifos interiores. La mano armada giró hacia el chofer que tenía el motor en marcha. El índice gatilló otras dos veces. Pero el chofer era muy rápido. Abrió la portezuela y se arrojó del otro lado del coche. Las ventanillas quedaron reventadas.

-¡Puerco...! -Gritó Robles, enfurecido.

El chofer salió de pronto detrás del auto y le disparó una vez. Robles le contestó con todo lo que le quedaba en el cargador. El tipo dio un quejido y se deslizó blandamente como un trapo.

"Me voy de aquí", pensó Robles. Entonces se tocó el pecho ypalpó la humedad viscosa. Se miró la mano y la descubrió empapada en sangre. Su sangre. El único balazo del chofer. ¡Qué plomo suertudo le había puesto el hijo de puta! Atilio Robles dio unos pasos. Trastabilló. Había resortes que se estaban aflojando dentro de su cuerpo.

-Tengo que salir de acá... -Dijo entrecortadamente y escupió una bocadanada de sangre. Siguió caminando, marchando a tropezones. Como si estuviera ebrio. No quería morir en ese lugar podrido. No él, que se había levantado de la nada, que había gozado las mejores hembras, los mejores vinos. Que había veraneado en Acapulco, en Miami, en la Costa Azul.

-No... -Gemía-. No... aquí no... -Perdía sangre y parecía como si alguien hubiera dejado una canilla abierta dentro de su cuerpo.

-Aquí... no... -alcanzó a decir y se cayó de bruces sobre la podredumbre. Hizo un movimiento convulsivo y se quedó quieto, con la mano engarfiada en la automática, ya vacía. La niebla grisácea del basural lo envolvió.

Apareció un perro famélico, comido de parásitos. Su piel, como una tela fina, se mostraba por obra y gracia de la sarna. El perro babeaba con su lengua rosada y colgante. A lo mejor estaba rabioso también. Se acercó y comenzó a tironear del caído, mordiéndolo con furia. Lo desgarraba con sus colmillos, gruñía, sacudiendo el cuerpo inerte. Desde su escondrijo la gran rata gorda y peluda observaba todo. Cuando el perro se fuera y el cuerpo tomara el olor a podrido del basural, se convertiría en un manjar apetitoso. Un bocado exquisito para la rata. Y no era el único cuerpo que se iba a pudrir. Atilio Robles había vuelto a su génesis. Alfa-Omega-Alfa otra vez.

Había vuelto al basural...

1 comentarios:

Anónimo dijo...

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