domingo, 11 de julio de 2010
Cuento "El horroroso perro gris"
Gonzalo Iríbar chupó el pico de la botella y su lengua paladeó la última copa de aquel whisky que hedía a alcohol de quemar. Luego, con un bufido arrojó la botella contra la pared y el envase estalló en mil pedazos.
Eructó sonoramente y se tendió en la cama con ojos vidriosos y el cuerpo bañado en transpiración. Su cerebro era una gelatina que se agitaba dentro de las paredes de su cráneo.
La habitación daba vueltas. Aquella noche había bebido hasta no poder más. La cama donde estaba parecía el resto de un naufragio a merced de las olas, por lo que se movía.
En realidad la cama no se movía pero la realidad era lo menos real para la mente del hombretón barbado, de ropas raídas y hedor nauseabundo -¿cuándo había sido la última vez que se había bañado?- que yacía en esa cama a merced del oleaje del licor y la irrealidad.
Primero aparecieron las cucarachas, no reales -que sí las había y por doquier- dentro del viejo departamento de la calle Pozos, sino las de sus pesadillas.
Gonzalo iniciaba otro de sus viajes a través del "delirium tremens"...
Las cucarachas eran enormes, peludas, destilaban una baba blanquecina y tenían largas y finas antenas que parecían orientarse hacia él. Descendían de las paredes, surgiendo de un agujero en el techo que acaba de abrirse desde otra dimensión.
Desde la dimensión de la locura. Desde el mar de la sinrazón, plagado de tinieblas y cosas innombrables...
-No... no... -gimió Gonzalo y se acurrucó en la cama. Los ojos desorbitados, las manos como garras, temblando epilépticamente.
Las enormes cucarachas frotaban sus antenas y parecían decirse cosas entre ellas. Relucían de puro negras. Y lo estaban rodeando...
-¡Sacámelas de encima, Amanda! ¡Sacálas de ahí...! -gemía Gonzalo.
Pero las cucarachas lo rodeaban y Gonzalo buscaba hacerse un ovillo en el rincón de la cama, aferrado a la colcha mugrienta. Gimiendo como un animal perseguido...
-Sacáme esas porquerías de ahí, Amanda... -gemía.
Pero las cucarachas no se iban, pululaban por las paredes, iban y venían moviéndose vertiginosamente, infestando el techo, el piso, todo. Legiones de pesadillas zigzagueantes, tumores surgidos de los abismos, pústulas que reventaban entre estallidos sanguinolentos.
-¡Por favor, Amandaaaaa! -gritó Gonzalo.
Gritaba y cerraba los ojos, percibiendo el rumor de millones de patas que iban y venían. Gritaba para no oír ese asqueroso sonido.
Y cuando abrió los ojos, las cucarachas no estaban.
Ni siquiera estaba aquel agujero en el techo.
Gonzalo Iríbar jadeaba como alguien al límite de sus fuerzas.
-Amanda... -gemía.
Amanda había vuelto a apiadarse de él.
Pobre Amanda, dulce Amanda, hermosa Amanda...
Frágil criatura de carne y hueso, ahora diluida en la nada.
Pobre ángel.
Pero el ángel no perdonaba. El ángel le enviaba esas visones horribles para torturarlo al máximo. Y sólo cuando Gonzalo gritaba, aullaba de puro terror, las visiones se marchaban.
¿Hasta cuándo duraría esto? ¿Hasta cuándo lo soportaría?
La mirada vidriosa del hombretón sucio y desharrapado se paseó por el cuarto. Había un enjambre silencioso de botellas vacías diseminadas por todas partes.
Y todo el licor que había contenido una vez estaba dentro de Gonzalo.
-Tengo sed -murmuró sin preocuparse si alguien lo escuchaba o no.
Los vecinos solían escuchar sus gritos, sus alaridos y más de una vez habían venido a golpearle la puerta para que se callara.
Se levantó, tambaleando, como si fuera un bebé dando sus primeros pasos inseguros. Un espejo partido al medio le mostró despiadadamente la ruina en que estaba convertido desde hacía ocho meses...
Desde que Amanda se había marchado para siempre...
En su andar simiesco, vacilante, Gonzalo tropezó con una botella. Y la botella estaba intacta, sellada y pletórica de líquido.
Gonzalo la descorchó con desesperación y bebió.
Bebió como una esponja, envenenando aún más sus tripas y su cerebro.
Ya no podía mantenerse en pie, embistió la cama y cayó de bruces, la botella escapó de sus manos y su precioso contenido regó la cama.
Un cerdo revolcándose en su chiquero personal, eso era.
Rió, cantó, gimió, ladró, hizo gorgoritos. Sus flatulencias agitaron la colcha con un viento impregnado en podredumbre.
Con esfuerzo, sin tener, ninguna clase de control sobre sus movimientos, apenas quizás un leve reflejo de ellos, se volcó y quedó de cara al techo.
Los ojos vidriosos y muy abiertos. Los dientes amarillos de sarro mostrándose en la boca abierta...
Y entonces por primera vez en sus delirios, Gonzalo Iríbar vio al horroroso perro gris...
-Por favor... por favor...
La voz de Amanda estaba impregnada de miedo. Esa voz que salía de su perfecta boca, esa boca que Gonzalo había pensado mil veces con pasión.
Su hermoso pecho bajaba y subía con frenética rapidez. Y el miedo estaba en sus grandes ojos negros.
Apenas podía moverse, atada de pies y manos como estaba.
-Puta -escupió Gonzalo.
-Mi amor... no sabés lo que decís... - sollozaba ella.
-Te encamás con Rolando Pesci a mis espaldas, ¿no? Vos, mi mujer. Yo hubiera puesto las manos en el fuego por vos...
-Dejáme explicarte, Gonzalo... ¡estás loco...! No sabés lo que decís... -ella hablaba entrecortadamente con la voz mutilada por los sollozos.
Gonzalo sabía que podía gritar hasta cansarse y nadie la iba a oír en la soledad invernal de la quinta de Florencio Varela.
Todavía la amaba, todavía la deseaba y se maldecía por ello. Le había arrancado las ropas a tirones y la hermosa piel de alabastro aparecía bajo los pedazos de tela.
¡Cómo la amaba! ¡Cómo la odiaba! La había inmortalizado en sus telas. Tan perfecta en su desnudez. Sonriendo, provocativa, prometiéndole mil placeres que después se hacían realidad en la quietud nocturna de la alcoba.
Su esposa, su amante, su hembra. Su todo.
"Te mataré si un día me engañas", le había prometido Gonzalo.
Y ahora iba a cumplirlo.
Encendió el soplete y la llamarada azul brotó voraz del pico del aparato. Ella dio un chillido y se revolvió inútilmente, tratando de liberarse de sus ataduras. Y no lo logró.
-Por favor... Gonzalo... por favor, mi amor... -gimió mientras el calor de la llama se le acercaba su rostro.
-Moríte, puta de mierda... -silabeó él, loco de furia, de odio, de celos.
Ella gritó cuando la llama tocó su rostro. Fue un largo grito que retumbó en la casa solitaria.
Y siguió gritando mientras el fuego derretía su piel de alabastro como si fuera cera que se fundía...
Era un abominable perro gris de ojos rojizos...
Una repulsiva criatura, sucia, enorme, cubierta de pústulas, un can leproso, salpicado de tumores que parecían ondular sobre su ajada piel.
El horrible perro gris mostró sus colmillos. Su cabezota era deforme, como si fuera cruza de perro con otra cosa, una cosa que no era animal, ni humana, ni mineral ni nada que la mente humana pudiera imaginar.
Ni en el infierno podían desear tener un perro así.
Gonzalo se apretujó otra vez en el rincón de la cama, temblando como una hoja.
-Amanda... sacáme de aquí... Amanda... llevátelo... por favor...
Era el ruego que siempre acudía a sus labios.
Y siempre funcionaba. El ángel se apiadaba de sus terrores y se llevaba a esas bestias que aparecían.
Se llevaba a las cucarachas, a las serpientes, a las babosas cornudas que se arrastraban por las paredes de su departamento.
-Amanda... por favor...
Pero el horroroso perro gris no se movía.
Tenía las fauces abiertas y una larga, longilínea lengua roja, chorreante de baba colgada, ondulando suavemente.
Y los ojos rojizos de aquella bestia no se apartaban de él.
-Amanda... mi amor... ¿Cuándo me vas a perdonar...?
Gonzalo Iríbar era una bolita acurrucada contra el vértice de la cama, temblando convulsivamente, con los dedos febriles aferrados a la colcha mugrosa.
Y el enorme, horroroso perro gris no se movía de allí.
El enorme, horroroso perro gris estaba tensando los músculos para saltar sobre él y desgarrarle la garganta. Y luego engulliría su carne, destrozaría sus huesos, les quitaría hasta el tuétano que había dentro de ellos.
-Amanda... por favor... -lloraba Gonzalo.
Quizás esta vez el ángel no iba a perdonar.
Quizás ésta era la pesadilla final...
-¿No me oís, Gonzalo?
Hacía tres días que Gonzalo había comenzado a beber. Desde la misma noche en que Amanda se había ido para siempre.
Despegó los labios del vaso y miró a Rolando Pesci, su "marchand". Pesci era un individuo distinguido de finos bigotes siempre impecable y perfumado.
En cambio Gonzalo lucía desgreñado, macilento y las botellas comenzaban a apilarse en la intimidad de su "atelier".
-¿Qué decís...? -A duras penas Gonzalo podía reprimir el odio que sentía por el otro. Le bastaba pensar que se había revolcado con Amanda en la misma cama, que había besado, que la había disfrutado...
-"Tal vez no quedaría tan bonito después de una pasada de soplete", pensó.
-Amanda es un ángel... ¿sabés lo que hizo por Julia y por mí?
¿Qué carajo le importaban Gonzalo Rolando Pesci y su esposa Julia?
-Vos sabés... -Aquí Rolando se sirvió un trago de la misma botella que Gonzalo estaba vaciando a conciencia.
-No. No sé -Era cierto. No sabía lo que el otro iba a decirle ni le importaba. Estaba jugando con la idea de clavarle un cuchillo por la espalda ni bien se diera vuelta-.
-Julia me pescó en una "aventurita"...
-Oh... -Gonzalo volvió a paladear el áspero sabor del whisky.
-Quería separarse de mí... Estaba loca, pobre... Vos sabés cómo somos los hombres. Amamos generalmente a nuestras esposas, pero no podemos decir que no cuando alguna que valga la pena se ofrece y...
-¿Y? -preguntó Gonzalo, apartando el vaso de sus labios.
-Ahí entra Amanda, tu mujer. ¿Sabés que le habló a Julia? Y no una, sino varias veces. Iba y venía entre nosotros. Como un correo sin estampilla.
Gonzalo comenzó a quedarse sin aire.
-¿Cómo...? -preguntó.
-Esa noche que vos nos encontraste en aquel restaurante... ¿Te acordás? Me imagino lo que habrás pensado, conociendo lo celoso que sos... - Rolando Pesci bebía y sonreía.
-¿Que vos y Amanda...?
-Eso. Que yo te engañaba con Amanda. Y la pobre, tratando de unirnos, cosa que finalmente consiguió. Julia me perdonó la vida. Y aquí estoy... Vine a invitarte a una cena en casa. Los cuatro, claro. Amanda, vos, Julia y yo...
-Es que... - Un torbellino de ideas giraba en la cabeza de Gonzalo.
-¿Qué pasa, che?
-Amanda se fue hace tres días a Salta, a visitar a sus padres...
-Ah, qué macana...
-Y... ¿cuándo va a volver? Por la reunión, digo. Julia y yo vamos a estar muy felices de volver a verla...
-¿Volver...?
-Sí. Eso dije. Volver... ¿Cuándo va a volver? -El otro sonreía.
Gonzalo pensó en ese pozo que había cavado hacía tres noches en los fondos de su quinta de Florencio Varela. Y en ese cuerpo ennegrecido que había dejado allí, tapado bajo muchas paladas de tierra.
-Pronto... En una semana -dijo.
Claro que Amanda nunca volvió.
Él mismo denunció el hecho a la policía. La policía buscó y buscó, hurgó por todos lados como es habitual, pero no encontró nada.
Suele pasar. Hay tantos crímenes que jamás se descubren. Porque están muy bien planificados, o porque la suerte simplemente se pone de parte de los criminales.
Suele pasar. Esto último pasó en el caso de Gonzalo Iríbar.
Quien siguió bebiendo cada vez más. Más y más. Litros y litros de whisky, galones y barriles de whisky. Un océano de whisky donde su mente comenzó a navegar sin timón mientras su cuerpo se deshacía ante los embates del licor.
Hasta llegar al "delirium tremens". La etapa final donde arrojan para siempre el ancla, los desesperados.
El horroroso perro gris gruñó.
Era una criatura pavorosa, escupida quien sabe de qué hediondo infierno, un ser vomitado por el caos primigenio, un horror metafísico, el horror que late en la base de todas las cosas vivientes y las cosas que están del otro lado de la vida y que pugnan por pasar a nuestro plano cotidiano.
-¡No! ¡Amanda! ¡No! ¡Llevátelo! -gritaba.
Y sus gritos explotaban cada vez más fuertes, despertando a los vecinos a esa hora (las tres de la mañana).
-¡Nooooooooo! -gritaba.
Y entonces el horroroso perro gris saltó sobre él.
Un instante antes de que la bestia estuviera encima suyo, Gonzalo percibió su fétido aliento. Un aliento que era más inmundo que mil tumbas abiertas al mismo tiempo...
El comisario Ibáñez se rascó la barbilla. Los de la ambulancia estaban sacando en una camilla, piadosamente cubierta por un lienzo blanco, aquel cuerpo mutilado salvajemente.
Los vecinos que habían llamado, decían que escucharon gritos y otros sonidos que no podían especificar, todos mezclados con el ruido de vidrios rotos, muebles que volaban y mil estrépitos más.
El sargento Posse se le acercó al lado y le convidó un cigarrillo. Ibáñez aceptó.
-¿Qué cosa hizo esto, comisario? -preguntó.
Estaba lloviznando malamente y los reflejos de las luces de neón rebotaban sobre los charcos como lúgubres luces nocturnas antes del alba.
-Un animal... ¿acaso no vio las dentelladas en el cuello?
-Sí, las vi... pero, ¿qué clase de animal?
-Un lobo. Un perro...
-No hay lobos en Buenos Aires, señor... Quizás un perro... pero debió ser un perrazo enorme, digo yo...
Una mano ensangrentada pendía de la camilla que en esos momentos pasaba frente a los dos policías.
Y de pronto la mano se desprendió y cayó a la calle.
Los de la camilla no se dieron cuenta y siguieron hasta la ambulancia. Allí introdujeron el cadáver.
Ibáñez y Posse dieron unos pasos y llegaron hasta la mano crispada, agarrotada que ya recibía algunas gotas de llovizna.
Posse sacó una linterna del bolsillo e iluminó el macabro hallazgo.
-Tiene algo entre los dedos... -murmuró.
Abrió la mano y sacó lo que había en ella.
Era un mechón de pelos grises.
-Creo que debió ser un perro, señor... un perro salvaje... Un enorme y salvaje perro gris... -dijo.
Ibáñez asintió. Y sin saber por qué tuvo un escalofrío. Quizás estaba por pescarse una gripe o un resfrío. Nunca se sabe en invierno.
-Se olvidan de algo -indicó a los de la ambulancia y señaló la mano que yacía en la calle.
Los de la ambulancia se llevaron la mano y los vecinos comenzaron a entrar a sus casas, bullendo en mil comentarios.
Los policías se quedaron junto al patrullero mientras la ambulancia se perdía a lo lejos, en la negrura de la mañana neblinosa.
Y como en el caso de Amanda, la policía buscó y buscó al enorme y horroroso perro gris.
Y también, como en el caso de Amanda; nunca lo encontró...
FIN
(c) Armando S. Fernández
ESTE CUENTOI NTEGRÓ LA EDICIÓN "POETAS Y NARRADORES CONTEMPORÁNEOS 2005 - ANTOLOGÍA II" DE LA EDITORIAL DE LOS CUATRO VIENTOS
Eructó sonoramente y se tendió en la cama con ojos vidriosos y el cuerpo bañado en transpiración. Su cerebro era una gelatina que se agitaba dentro de las paredes de su cráneo.
La habitación daba vueltas. Aquella noche había bebido hasta no poder más. La cama donde estaba parecía el resto de un naufragio a merced de las olas, por lo que se movía.
En realidad la cama no se movía pero la realidad era lo menos real para la mente del hombretón barbado, de ropas raídas y hedor nauseabundo -¿cuándo había sido la última vez que se había bañado?- que yacía en esa cama a merced del oleaje del licor y la irrealidad.
Primero aparecieron las cucarachas, no reales -que sí las había y por doquier- dentro del viejo departamento de la calle Pozos, sino las de sus pesadillas.
Gonzalo iniciaba otro de sus viajes a través del "delirium tremens"...
Las cucarachas eran enormes, peludas, destilaban una baba blanquecina y tenían largas y finas antenas que parecían orientarse hacia él. Descendían de las paredes, surgiendo de un agujero en el techo que acaba de abrirse desde otra dimensión.
Desde la dimensión de la locura. Desde el mar de la sinrazón, plagado de tinieblas y cosas innombrables...
-No... no... -gimió Gonzalo y se acurrucó en la cama. Los ojos desorbitados, las manos como garras, temblando epilépticamente.
Las enormes cucarachas frotaban sus antenas y parecían decirse cosas entre ellas. Relucían de puro negras. Y lo estaban rodeando...
-¡Sacámelas de encima, Amanda! ¡Sacálas de ahí...! -gemía Gonzalo.
Pero las cucarachas lo rodeaban y Gonzalo buscaba hacerse un ovillo en el rincón de la cama, aferrado a la colcha mugrienta. Gimiendo como un animal perseguido...
-Sacáme esas porquerías de ahí, Amanda... -gemía.
Pero las cucarachas no se iban, pululaban por las paredes, iban y venían moviéndose vertiginosamente, infestando el techo, el piso, todo. Legiones de pesadillas zigzagueantes, tumores surgidos de los abismos, pústulas que reventaban entre estallidos sanguinolentos.
-¡Por favor, Amandaaaaa! -gritó Gonzalo.
Gritaba y cerraba los ojos, percibiendo el rumor de millones de patas que iban y venían. Gritaba para no oír ese asqueroso sonido.
Y cuando abrió los ojos, las cucarachas no estaban.
Ni siquiera estaba aquel agujero en el techo.
Gonzalo Iríbar jadeaba como alguien al límite de sus fuerzas.
-Amanda... -gemía.
Amanda había vuelto a apiadarse de él.
Pobre Amanda, dulce Amanda, hermosa Amanda...
Frágil criatura de carne y hueso, ahora diluida en la nada.
Pobre ángel.
Pero el ángel no perdonaba. El ángel le enviaba esas visones horribles para torturarlo al máximo. Y sólo cuando Gonzalo gritaba, aullaba de puro terror, las visiones se marchaban.
¿Hasta cuándo duraría esto? ¿Hasta cuándo lo soportaría?
La mirada vidriosa del hombretón sucio y desharrapado se paseó por el cuarto. Había un enjambre silencioso de botellas vacías diseminadas por todas partes.
Y todo el licor que había contenido una vez estaba dentro de Gonzalo.
-Tengo sed -murmuró sin preocuparse si alguien lo escuchaba o no.
Los vecinos solían escuchar sus gritos, sus alaridos y más de una vez habían venido a golpearle la puerta para que se callara.
Se levantó, tambaleando, como si fuera un bebé dando sus primeros pasos inseguros. Un espejo partido al medio le mostró despiadadamente la ruina en que estaba convertido desde hacía ocho meses...
Desde que Amanda se había marchado para siempre...
En su andar simiesco, vacilante, Gonzalo tropezó con una botella. Y la botella estaba intacta, sellada y pletórica de líquido.
Gonzalo la descorchó con desesperación y bebió.
Bebió como una esponja, envenenando aún más sus tripas y su cerebro.
Ya no podía mantenerse en pie, embistió la cama y cayó de bruces, la botella escapó de sus manos y su precioso contenido regó la cama.
Un cerdo revolcándose en su chiquero personal, eso era.
Rió, cantó, gimió, ladró, hizo gorgoritos. Sus flatulencias agitaron la colcha con un viento impregnado en podredumbre.
Con esfuerzo, sin tener, ninguna clase de control sobre sus movimientos, apenas quizás un leve reflejo de ellos, se volcó y quedó de cara al techo.
Los ojos vidriosos y muy abiertos. Los dientes amarillos de sarro mostrándose en la boca abierta...
Y entonces por primera vez en sus delirios, Gonzalo Iríbar vio al horroroso perro gris...
-Por favor... por favor...
La voz de Amanda estaba impregnada de miedo. Esa voz que salía de su perfecta boca, esa boca que Gonzalo había pensado mil veces con pasión.
Su hermoso pecho bajaba y subía con frenética rapidez. Y el miedo estaba en sus grandes ojos negros.
Apenas podía moverse, atada de pies y manos como estaba.
-Puta -escupió Gonzalo.
-Mi amor... no sabés lo que decís... - sollozaba ella.
-Te encamás con Rolando Pesci a mis espaldas, ¿no? Vos, mi mujer. Yo hubiera puesto las manos en el fuego por vos...
-Dejáme explicarte, Gonzalo... ¡estás loco...! No sabés lo que decís... -ella hablaba entrecortadamente con la voz mutilada por los sollozos.
Gonzalo sabía que podía gritar hasta cansarse y nadie la iba a oír en la soledad invernal de la quinta de Florencio Varela.
Todavía la amaba, todavía la deseaba y se maldecía por ello. Le había arrancado las ropas a tirones y la hermosa piel de alabastro aparecía bajo los pedazos de tela.
¡Cómo la amaba! ¡Cómo la odiaba! La había inmortalizado en sus telas. Tan perfecta en su desnudez. Sonriendo, provocativa, prometiéndole mil placeres que después se hacían realidad en la quietud nocturna de la alcoba.
Su esposa, su amante, su hembra. Su todo.
"Te mataré si un día me engañas", le había prometido Gonzalo.
Y ahora iba a cumplirlo.
Encendió el soplete y la llamarada azul brotó voraz del pico del aparato. Ella dio un chillido y se revolvió inútilmente, tratando de liberarse de sus ataduras. Y no lo logró.
-Por favor... Gonzalo... por favor, mi amor... -gimió mientras el calor de la llama se le acercaba su rostro.
-Moríte, puta de mierda... -silabeó él, loco de furia, de odio, de celos.
Ella gritó cuando la llama tocó su rostro. Fue un largo grito que retumbó en la casa solitaria.
Y siguió gritando mientras el fuego derretía su piel de alabastro como si fuera cera que se fundía...
Era un abominable perro gris de ojos rojizos...
Una repulsiva criatura, sucia, enorme, cubierta de pústulas, un can leproso, salpicado de tumores que parecían ondular sobre su ajada piel.
El horrible perro gris mostró sus colmillos. Su cabezota era deforme, como si fuera cruza de perro con otra cosa, una cosa que no era animal, ni humana, ni mineral ni nada que la mente humana pudiera imaginar.
Ni en el infierno podían desear tener un perro así.
Gonzalo se apretujó otra vez en el rincón de la cama, temblando como una hoja.
-Amanda... sacáme de aquí... Amanda... llevátelo... por favor...
Era el ruego que siempre acudía a sus labios.
Y siempre funcionaba. El ángel se apiadaba de sus terrores y se llevaba a esas bestias que aparecían.
Se llevaba a las cucarachas, a las serpientes, a las babosas cornudas que se arrastraban por las paredes de su departamento.
-Amanda... por favor...
Pero el horroroso perro gris no se movía.
Tenía las fauces abiertas y una larga, longilínea lengua roja, chorreante de baba colgada, ondulando suavemente.
Y los ojos rojizos de aquella bestia no se apartaban de él.
-Amanda... mi amor... ¿Cuándo me vas a perdonar...?
Gonzalo Iríbar era una bolita acurrucada contra el vértice de la cama, temblando convulsivamente, con los dedos febriles aferrados a la colcha mugrosa.
Y el enorme, horroroso perro gris no se movía de allí.
El enorme, horroroso perro gris estaba tensando los músculos para saltar sobre él y desgarrarle la garganta. Y luego engulliría su carne, destrozaría sus huesos, les quitaría hasta el tuétano que había dentro de ellos.
-Amanda... por favor... -lloraba Gonzalo.
Quizás esta vez el ángel no iba a perdonar.
Quizás ésta era la pesadilla final...
-¿No me oís, Gonzalo?
Hacía tres días que Gonzalo había comenzado a beber. Desde la misma noche en que Amanda se había ido para siempre.
Despegó los labios del vaso y miró a Rolando Pesci, su "marchand". Pesci era un individuo distinguido de finos bigotes siempre impecable y perfumado.
En cambio Gonzalo lucía desgreñado, macilento y las botellas comenzaban a apilarse en la intimidad de su "atelier".
-¿Qué decís...? -A duras penas Gonzalo podía reprimir el odio que sentía por el otro. Le bastaba pensar que se había revolcado con Amanda en la misma cama, que había besado, que la había disfrutado...
-"Tal vez no quedaría tan bonito después de una pasada de soplete", pensó.
-Amanda es un ángel... ¿sabés lo que hizo por Julia y por mí?
¿Qué carajo le importaban Gonzalo Rolando Pesci y su esposa Julia?
-Vos sabés... -Aquí Rolando se sirvió un trago de la misma botella que Gonzalo estaba vaciando a conciencia.
-No. No sé -Era cierto. No sabía lo que el otro iba a decirle ni le importaba. Estaba jugando con la idea de clavarle un cuchillo por la espalda ni bien se diera vuelta-.
-Julia me pescó en una "aventurita"...
-Oh... -Gonzalo volvió a paladear el áspero sabor del whisky.
-Quería separarse de mí... Estaba loca, pobre... Vos sabés cómo somos los hombres. Amamos generalmente a nuestras esposas, pero no podemos decir que no cuando alguna que valga la pena se ofrece y...
-¿Y? -preguntó Gonzalo, apartando el vaso de sus labios.
-Ahí entra Amanda, tu mujer. ¿Sabés que le habló a Julia? Y no una, sino varias veces. Iba y venía entre nosotros. Como un correo sin estampilla.
Gonzalo comenzó a quedarse sin aire.
-¿Cómo...? -preguntó.
-Esa noche que vos nos encontraste en aquel restaurante... ¿Te acordás? Me imagino lo que habrás pensado, conociendo lo celoso que sos... - Rolando Pesci bebía y sonreía.
-¿Que vos y Amanda...?
-Eso. Que yo te engañaba con Amanda. Y la pobre, tratando de unirnos, cosa que finalmente consiguió. Julia me perdonó la vida. Y aquí estoy... Vine a invitarte a una cena en casa. Los cuatro, claro. Amanda, vos, Julia y yo...
-Es que... - Un torbellino de ideas giraba en la cabeza de Gonzalo.
-¿Qué pasa, che?
-Amanda se fue hace tres días a Salta, a visitar a sus padres...
-Ah, qué macana...
-Y... ¿cuándo va a volver? Por la reunión, digo. Julia y yo vamos a estar muy felices de volver a verla...
-¿Volver...?
-Sí. Eso dije. Volver... ¿Cuándo va a volver? -El otro sonreía.
Gonzalo pensó en ese pozo que había cavado hacía tres noches en los fondos de su quinta de Florencio Varela. Y en ese cuerpo ennegrecido que había dejado allí, tapado bajo muchas paladas de tierra.
-Pronto... En una semana -dijo.
Claro que Amanda nunca volvió.
Él mismo denunció el hecho a la policía. La policía buscó y buscó, hurgó por todos lados como es habitual, pero no encontró nada.
Suele pasar. Hay tantos crímenes que jamás se descubren. Porque están muy bien planificados, o porque la suerte simplemente se pone de parte de los criminales.
Suele pasar. Esto último pasó en el caso de Gonzalo Iríbar.
Quien siguió bebiendo cada vez más. Más y más. Litros y litros de whisky, galones y barriles de whisky. Un océano de whisky donde su mente comenzó a navegar sin timón mientras su cuerpo se deshacía ante los embates del licor.
Hasta llegar al "delirium tremens". La etapa final donde arrojan para siempre el ancla, los desesperados.
El horroroso perro gris gruñó.
Era una criatura pavorosa, escupida quien sabe de qué hediondo infierno, un ser vomitado por el caos primigenio, un horror metafísico, el horror que late en la base de todas las cosas vivientes y las cosas que están del otro lado de la vida y que pugnan por pasar a nuestro plano cotidiano.
-¡No! ¡Amanda! ¡No! ¡Llevátelo! -gritaba.
Y sus gritos explotaban cada vez más fuertes, despertando a los vecinos a esa hora (las tres de la mañana).
-¡Nooooooooo! -gritaba.
Y entonces el horroroso perro gris saltó sobre él.
Un instante antes de que la bestia estuviera encima suyo, Gonzalo percibió su fétido aliento. Un aliento que era más inmundo que mil tumbas abiertas al mismo tiempo...
El comisario Ibáñez se rascó la barbilla. Los de la ambulancia estaban sacando en una camilla, piadosamente cubierta por un lienzo blanco, aquel cuerpo mutilado salvajemente.
Los vecinos que habían llamado, decían que escucharon gritos y otros sonidos que no podían especificar, todos mezclados con el ruido de vidrios rotos, muebles que volaban y mil estrépitos más.
El sargento Posse se le acercó al lado y le convidó un cigarrillo. Ibáñez aceptó.
-¿Qué cosa hizo esto, comisario? -preguntó.
Estaba lloviznando malamente y los reflejos de las luces de neón rebotaban sobre los charcos como lúgubres luces nocturnas antes del alba.
-Un animal... ¿acaso no vio las dentelladas en el cuello?
-Sí, las vi... pero, ¿qué clase de animal?
-Un lobo. Un perro...
-No hay lobos en Buenos Aires, señor... Quizás un perro... pero debió ser un perrazo enorme, digo yo...
Una mano ensangrentada pendía de la camilla que en esos momentos pasaba frente a los dos policías.
Y de pronto la mano se desprendió y cayó a la calle.
Los de la camilla no se dieron cuenta y siguieron hasta la ambulancia. Allí introdujeron el cadáver.
Ibáñez y Posse dieron unos pasos y llegaron hasta la mano crispada, agarrotada que ya recibía algunas gotas de llovizna.
Posse sacó una linterna del bolsillo e iluminó el macabro hallazgo.
-Tiene algo entre los dedos... -murmuró.
Abrió la mano y sacó lo que había en ella.
Era un mechón de pelos grises.
-Creo que debió ser un perro, señor... un perro salvaje... Un enorme y salvaje perro gris... -dijo.
Ibáñez asintió. Y sin saber por qué tuvo un escalofrío. Quizás estaba por pescarse una gripe o un resfrío. Nunca se sabe en invierno.
-Se olvidan de algo -indicó a los de la ambulancia y señaló la mano que yacía en la calle.
Los de la ambulancia se llevaron la mano y los vecinos comenzaron a entrar a sus casas, bullendo en mil comentarios.
Los policías se quedaron junto al patrullero mientras la ambulancia se perdía a lo lejos, en la negrura de la mañana neblinosa.
Y como en el caso de Amanda, la policía buscó y buscó al enorme y horroroso perro gris.
Y también, como en el caso de Amanda; nunca lo encontró...
FIN
(c) Armando S. Fernández
ESTE CUENTOI NTEGRÓ LA EDICIÓN "POETAS Y NARRADORES CONTEMPORÁNEOS 2005 - ANTOLOGÍA II" DE LA EDITORIAL DE LOS CUATRO VIENTOS
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