lunes, 17 de marzo de 2008

Para Semana Santa: Cuento "Y su sangre era roja" por Armando Fernández

Soy un simple legionario, apenas un decurión, eso lo sé perfectamente. Aún a través del vino espeso que flota en el fondo de la jarra de barro y que se ha infiltrado en mi cerebro, sé quién soy. Cayo Lúculo, decurión de Roma al servicio del Emperador.

Tengo muchas cicatrices en el pecho y los brazos, pero ninguna en la espalda. He matado hombres con "pilum" y con espada. Los he matado con hacha, con algún trozo de roca y hasta con mis propias manos. Los bárbaros de la Germania nunca fueron gente dócil y eso los dioses lo saben muy bien.

Pero los he matado en pelea, de hombre a hombre, y el recuerdo de sus muertes no me altera el pulso ni me quita el sueño. Pelearon bien, yo luché mejor. Murieron bien y yo sigo vivo para disfrutar del vino espeso de Palestina y de alguna prostituta; les aclaro que me gustan las entradas en carnes. Las delgaduchas siempre parecen agitar el ramaje de sus huesos como si el esqueleto estuviera empujando para mostrarse de una vez.

De modo que cuando me tiro en algún pajar con alguna ramera me gusta pensar en los placeres de este mundo y no en la muerte. Bastante pienso en ella como soldado, velando mis armas en el alba que suele preceder a la batalla...

Pero hay una muerte que gira y gira dentro de mi cabeza. No es la muerte de un familiar, ni siquiera de una camarada (que los he tenido y muy buenos). No. Es la muerte de alguien que yo poco conocía y eso es lo curioso. Esa muerte me roe como un implacable gusano. Esa muerte está dentro de mí, aunque no fuera mi mano quien la ejecutara. Pero yo estuve allí...

Yo formé parte del grupo que por orden de Poncio Pilates azotó y colocó una corona de espinas sobre la cabeza de aquel hombre. Lo arrastramos por las calles entre el abucheo de la multitud instigada por los fariseos. Otros dos ladrones iban a morir con él pero los ladrones son seres despreciables y eso era lógico. Sin embargo, este hombre era distinto.

Creo que fue María Magdalena quien me habló por primera vez de él. Yo ya había escuchado rumores. Palestina es una tierra árida, poblada de bandoleros y escorpiones. A mi modesto entender (y no tengo nada de estratega o de político) el Imperio nunca debió haber metido sus narices aquí. La gente de este lugar no necesita enemigos externos, ellos suelen ser sus propios enemigos y se matan y se emboscan con gran alborozo. Bueno, el caso es que los romanos estamos aquí e imponemos las leyes y la paz. Ellos podrán ser rebeldes e indóciles, pero nosotros somos organizados y fríamente despiadados. Ya descubrieron que la "pax romana" es la paz de los cementerios. O sea que tenemos nuestras "caligas" en sus cuellos y aunque resuellan, saben que no pueden oponerse.

Les sigo contando. Le ofrecí unos denarios a María Magdalena para que fuera conmigo al pajar como otras veces pero para mi sorpresa se negó. Y no por el precio pues yo estaba ansioso de disfrutar de una mujer experta como es ella y ofrecí más. Me miró, sonrió con tristeza y murmuró suavemente:

-He abandonado esa vida. Nunca más volveré a ella. Antes preferiría morir...

-¿Qué? ¿Te has enamorado de algún hombre? - pregunté bajo el sol ardiente que poco o nada respetaba la sombra de aquella añosa palmera.

-¿Enamorado? Sí, puede decirse que sí, Cayo Lúculo. Encontré el amor. El amor puro que rige el universo... - Sonreía y parecía transfigurada. Yo no tenía ningún trago de vino encima pero se me antojó extrañamente bella a pesar del desgastado sayal que vestía.

-Qué bueno ... No necesitarás seguir ejerciendo tu oficio entonces... Tendrás alguien que te dará de comer y te protegerá.

-Él me da el pan de la vida y los miedos desaparecen cuando sigo las huellas de sus sandalias...

Me encogí de hombros. Las mujeres no han nacido para ser entendidas, las rameras, mucho menos.

- Adiós... buscaré otra compañía... - dije, volviendo la espalda para alejarme.

- Espera, Cayo... - Su mano rozó mi hombro y me detuvo.

-¿Has reconsiderado mi oferta? Ya sabía yo ...

Negó la cabeza y su mano oprimió mi brazo significativamente.

- Tú también puedes encontrar el amor. También eres una criatura de Dios, después de todo...

Me dejé llevar, no entendía muy bien el sentido de sus palabras pero tratándose de amor, ella seguro sabría dónde conducirme. Me presentará a alguna de sus amigas, pensé. Eso estaría bueno. Vino y mujer. El mejor remedio contra el ocio y el calor de la ardiente tierra Palestina...

-Lo conocerás a Él. No es lejos de aquí...

Casi me paro en seco.

-¿Conocer a tu hombre? ¿Estás bromeando? Cuando hablaste de amor, pensé que te referías...

-Imagino a qué te referías... -dijo sonriendo tristemente.

Aún hoy no sé por qué la seguí realmente. Pero el caso es que fui...

Llegamos a un pequeño montecillo. Allí había una reunión. Una cabra berreaba cerca de su pastor. Y vi a ese hombre por primera vez de cerca.
- Escúchalo - me suplicó Magdalena. Busqué el refugio de un arbolillo resoplando contra mi negra estrella. Magdalena se quedó a mi lado, pero de pie. Vi que lagrimeaba y no trataba de enjugar sus lágrimas -. Él me salvó de morir lapidada...

-Ah... -repliqué yo, lamentando no tener un odre de vino a mano.

Ese hombre hablaba pero yo no escuchaba. Sus palabras llegaban como el murmullo del mar a mis oídos. Pero la gente que se había reunido para escucharlo parecía muy interesada.

- Por favor... escúchalo... -volvió a pedir ella dándose cuenta de mi desinterés.

Asít pues, lo escuché.

Creo que nunca debí hacerlo, no estoy muy seguro. Ya saben, soy un soldado y sólo creo en mis fuerzas. Todo es simple y sencillo para mí. Nacemos llorando y nos vamos maldiciendo de este mundo. Nunca pensé que hay un después. Mi "después" es un lugar oscuro donde seguramente podré oír las risas de los viejos dioses crueles mientras yo yazgo sin ojos, sin corazón, sin vísceras, en esa oscuridad viscosa de la que nunca volveré a salir. De modo que no pienso en el futuro. No hay futuro. ¿Para qué preocuparse? Comencé a inquietarme cuando oí a ese hombre...

Era sin duda, uno de los tantos profetas que aparecen como hongos en la tierra palestina. Individuos famélicos, aferrados a un cayado, prometiendo la condenación eterna y el fin de la tiranía de Roma. Al principio los tomé por agitadores (en cierto modo lo eran), pero luego comenzaron a causarme risa cuando les daban su merecido o simplemente se morían de hambre. Eran pequeños ríos que nunca llegarían al mar. Sus huesos se convertían en polvo y Roma seguía existiendo. Es más, ampliaba sus dominios y yo no dudaba que un día el mundo nos pertenecería totalmente.

Yo estaba seguro de todas esas cosas hasta el día que escuché a ese hombre. No dijo cosas contra Roma. Para él, Roma era un reino pasajero, como muchos que se habían levantado en la antigüedad y luego se habían derrumbado. Él habló de un nuevo reino. Un reino que estaba dentro de cada hombre. Habló de perdón y misericordia. Comencé a entender un poco qué quería decir María Magdalena cuando se refería al amor.

El gusano ya estaba instalado en mí. Desde aquel día (sin mis ropas de soldado) comencé a mezclarme entre la multitud que seguía sus sermones. Le vi hacer cosas que sólo los dioses pueden hacer. No conozco a ningún mago que pueda multiplicar peces y panes... El gusano de la incertidumbre me mordisqueaba las entrañas.

-Tened misericordia, hermanos. Pues, con la misma vara que medís a los demás, el Padre Eterno os medirá... - decía ese hombre. Yo realmente estaba confundido. Soy un soldado y sé que la paz no es posible entre los hombres. Sé que la ambición, la codicia, la gula, la lujuria, son la brújula de nuestras vidas. Y este hombre seguía diciendo que nosotros éramos nuestro peor enemigo. Yo no soy enemigo mío, al contrario, he cuidado de mí mejor que nadie.
Este hombre decía que debíamos preparamos para entrar a otro reino... Yo no tenía noticias de que ejércitos enemigos estuviesen marchando sobre Roma. Los pastores y alfareros sí parecían comprenderlo. Iban con sus dolores y sus llagas y él los consolaba y los curaba.

Pero yo le temía. No le temía como se teme a un hombre, pues yo nunca he temido a hombre alguno. Le temía de un modo vago, incierto. Ante él, a veces me sentía como un niño perdido en un bosque umbrío, buscando una luz que lo guíe. Era una sensación realmente extraña ...

-Acércate - me dijo un día, haciendo un gesto con su mano. Al principio pensé que no se dirigiría mí. Había tantos en aquella reunión... Confieso que me temblaron un poco las piernas. Pero fui. Estaba con sus discípulos. Uno de ellos, Judas Escariote me sonrió.
- Ven, el Maestro te llama...

No me gustó la cara de ese Judas. He gastado muchas sandalias y conozco de hombres. Había un brillo extraño en sus ojos cuando me tomó del brazo y me acompañó hasta su Maestro.

- María Magdalena me habló de ti... - me dijo ese hombre.

- Debe haberte dicho que soy un soldado de Roma...

- Yo también soy un soldado.

- No veo tu ejército...

- Está aquí. Está por todas partes. Quizás tú mismo ya comienzas a formar parte de él...

-¿Me estás pidiendo que abandone el servicio de Roma? ¿Que traicione a mi Emperador?

Él sonrió. Era una sonrisa suave y cansada. Como la de un niño harto de vigilia que desea dormirse en el regazo de su madre.

-Mi ejército no tiene espadas, ni cascos, ni escudos... ni mucho menos uniforme... Mis tropas sólo obedecen esta voz de mando ... -y aquí me tocó el pecho, a la altura del corazón.

Yo retrocedí casi aterrorizado, como si estuviera intemándome en un pantano. Mi disciplina, mi lógica, se rebeló contra esas palabras que parecían cargadas de una sabiduría que sencillamente me sobrepasaban. Siempre he dudado de todo lo que no puedo comprender.

-Volveremos a vemos... -me dijo, antes de que le volviera la espalda y me marchase apresuradamente de allí...
Y volvimos a vernos...

Lo hicieron arrastrar el pesado madero en el cual sería crucificado. Cuando sus fuerzas físicas aflojaron, le obligaron a levantarse a golpes de traílla. Y su sangre era roja...

Lo crucificaron en el Monte Gólgota junto a dos ladrones. Había una pequeña multitud llorosa en torno a nosotros, los legionarios encargados de hacer cumplir la sentencia ordenada por Pilatos. Oí el retumbar de los martillos que empujaban los feroces clavos a través de su carne. Le oí gemir, como gimen los animales heridos que van a morir. María Magdalena y otras mujeres estaban allí. Oraban y lagrimeaban.

-Tengo sed... -murmuró con un hilo de voz. El centurión a cargo me miró, desdeñoso.

-Déjale que se pudra. Cuando más pronto muera, mejor. Así nos iremos...
No tenía agua a mano pero le embebí un trapo con vinagre y usando mi lanza le mojé los labios. Oí una risa a mis espaldas. Publio, uno de los legionarios se estaba mofando del desdichado.

-No pareces pasarla tan bien, rey de los hebreos... -tartajeó. Y antes de que yo pudiera impedirlo, le clavó una lanza en el costado. Y su sangre era roja...

Le di un empellón a Publio y lo arrojé al suelo. Me miró desde el suelo, como una serpiente. Los otros hombres reían. Publio sabía que podía aplastarlo como una víbora si osaba enfrentarme.

-Nadie te ordenó que hicieras eso -dije. Publio recogió su casco caído y se fue con los otros. Miré al hombre clavado a la cruz. Respiraba agitadamente, como tratando de retener esa vida que se le iba irremisiblemente. Nos odiaba, estoy seguro. Le habíamos torturado y lo estábamos matando. Siempre se odia al enemigo que nos destruye. En el momento final del dolor, el odio emerge como una excrecencia que habita dentro de cada uno de nosotros. Este hombre no sería la excepción.

No me gustaba la forma en que moría. Tampoco entendía muy bien por qué moría. Alguna vez creí que estaba loco, alucinado. Ahora ya no creía. Pero no tenía en claro sus motivos para ser llevado al holocausto como un cordero, sin intentar al menos, huir. El hombre estaba diciendo algo...
Palabras entrecortadas. Me acerqué al pie de la cruz.
-Padre... - Agucé mis oídos-. ... perdónalos... porque... ellos... no saben... lo que hacen...

Emitió un largo suspiro, despidiéndose de la vida y su cabeza cayó sobre su pecho. ¿Qué quería decir con eso de que no sabíamos lo que hacíamos y que nos perdonaba? Definitivamente no podía entender los motivos de ese hombre.

Alguna vez creo que estuve a punto de comprender algo. Pero fue como si quisiera atrapar una paloma y sólo me quedaran algunas plumas en la mano. La paloma voló hacia el sol y yo me quedé con las manos vacías.

El cielo se oscureció. La tormenta vino de improviso, de alguna parte. Y comenzó a llover a baldes. La lluvia lavó los cuerpos de la grumosidad de la sangre.

-Vamos, ¿qué esperas? - me urgió el centurión que comandaba el grupo.

-¡Vayan ... ya los alcanzo! - grité, tratando de elevar mi voz sobre la furia del viento. Se fueron maldiciendo, mojados hasta los huesos en busca de abrigo, lumbre y vino. Yo me quedé mirando las cruces mientras el cielo se poblaba de relámpagos. No, no lo entendería. Sabía que no lo entendería...

Si podía hacer milagros, como vi, era más que humano. Era un gran mago, un ser superior... ¿Era un dios? No, pensé, sacudiendo la cabeza para alejar los pensamientos. No puede serlo... Conozco la sangre humana, ya les dije que la he vertido en los campos de batalla. Conozco su color, como conozco el color del vino. Y la sangre de este hombre también era roja... Como la mía.
FIN
(c) Armando Fernández

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