miércoles, 16 de junio de 2010
Cuento "Los que no tenemos amor"
La gente NO se muere de
amor.
Eso pasa en las
novelitas rosas, cursis, baratas. Pasa en las telenovelas caribeñas,
venezolanas. Pasa en algunas películas.
La gente se RIE del amor.
¿Lo confunden con el sexo y
el placer (aunque el amor tenga mucho de esos elementos), y el amor no es sólo
eso. A lo sumo el sexo y el placer son la cara luminosa del amor. Son los
gozos, como diría el poeta. Pero el amor también tiene sombras.
Del mismo modo que una
jornada de veinticuatro horas tiene la luz del día y la oscuridad de la
noche...
Me enamoré de vos la primera
vez que te vi, Gustavo.
Me enamoré de tu mirada
sobradora, casi insolente. Me enamoré de los hoyuelos que se formaban en tus
mejillas cuando sonreías. Me enamoré de tus ojos oscuros como fondo de pozo. Me
enamoré de tu voz cuando por primera vez te dirigiste a mí en la oficina y me
saludaste.
- Hola. Sos la empleada
nueva, ¿no? -Y me tendiste la mano. Una mano varonil, de ésas que cuando
saludan, aprietan. De esas que transmiten vigor, energía, pasión, franqueza-.
Soy Gustavo Robles -dijiste.
Y yo supe que eras el hijo
del dueño de la empresa, don Cosme Robles, ante quien había llegado con una
carta de recomendación para conseguir aquel empleo.
- Daniela Vázquez...
-alcancé a murmurar con un hilo de voz.
Me puse colorada. Apenas
tenía veintidós años y parecía recién salida del cascarón. Me hiciste un guiño
y te fuiste entre las mesas de trabajo de los otros empleados. Y yo te seguí
con la mirada.
Créeme, estoy segura de que
entonces me nació el amor que tengo por vos.
Y ahora descubro que todo
ese amor no me sirve para nada. Que es una planta sembrada en un desierto en el
cual nunca llueve. Que soy un pez que pretende nadar en tierra firme. Que soy
un pájaro que quiere beberse los vientos y descubre que no tiene alas.
¿Para qué sirve el amor
cuando no es correspondido?
¿Para sufrir en silencio?
¿Para guardárselo y restregarse las espinas? ¿Para hacer sangrar el alma?
Porque el alma sangra así como sangra el cuerpo cuando algún tejido es cortado.
Y las lágrimas se agotan en
la quietud, en la soledad de un departamento de soltera...
- ¿Sabés que Gustavo, el
hijo del patrón se casa? -Bettina Folguera me miró con picardía. ¿Sabía o no
sabía que yo estaba enamorada de vos, Gustavo?
Enamorada con un amor
callado, íntimo, incapaz de salir a la luz, incapaz de exteriorizarse. Por
temor al ridículo. Por miedo al miedo.
La empleadita que ganaba
cuatro pesos y el hijo del empresario. Y para mejor, con pretensiones. La empleadita
que quería llevarte al altar, compartir tus vacaciones, tu cama (eso sí, con
anillo y libreta).
La empleadita que quería
concebir tus hijos...
La que se moría de amor sin
poder decírtelo.
- Hola, Daniela, ¿cómo
estás?
- Bien, señor Robles...
-contestaba yo.
Yo, que ya tenía treinta
años y hacía ocho que estaba en la empresa. Que ahora ganaba más de cuatro
pesos y había escalado en la jerarquía.
Que cada vez estaba más
cerca del despacho que ocupabas después que tu padre se retiró de los negocios.
Los que tenemos amor
existimos pero no vivimos, Gustavo.
En cierta forma somos como
el florero que yace sobre la repisa y al que cada tanto se le cambian las
flores. Las flores se mueren, se secan, se marchitan. Pero al menos se abren,
crecen, viven, se desarrollan, palpitan...
Las flores emanan perfume,
regalan su colores, reciben elogios, son aspiradas, cuidadas. Hasta hay gente
que les habla, que las ama. Una flor debe ser feliz cuando recibe tantos
halagos, creo yo. ¿Alguien oyó hablar
de algún florero que exhale perfume? Los floreros no viven ni mueren. A lo sumo
se rompen y son reemplazados por otros sin que nadie los extrañe mayormente.
Ésa es la diferencia entre
tener amor y no tenerlo.
Entre ser flor o ser
florero.
Y a mí no me tocó ser flor,
Gustavo.
- ¿Viste? El señor Gustavo
se separó de su esposa. Parece que la fulana le metía los cuernos a rabiar.
Menos mal que no tuvieron hijos... -Bettina Folguera podía estar más
envejecida, pero el chismorreo de su lengua jamás amainaría.
Y yo, que tenía ya casi
cuarenta años y dieciocho en la empresa, me mordí los labios.
Y aborrecí a ésa que tenía
tu amor y no lo quiso. A ésa que pudo ser flor y eligió ser florero.
- Che, ¿qué te pasa?
- ¿A mí? Nada, Bettina...
¿Qué me va a pasar?
- Tenés los ojos brillantes...
- Debe... debe ser una
basurita que se metió en el ojo... Disculpame... -Saqué el pañuelo de mi
cartera y me fui al toilette.
Ahí dentro me puse a
sollozar a moco tendido, como la pobre diabla que era. Porque hay que ser pobre
diablo para amar a alguien durante dieciocho años y no decírselo, no dárselo a
entender al menos, alguna vez.
Hay que ser el colmo de lo
estúpido para guardarse un amor así sin decir nada. Me miré al espejo del
lavatorio.
"Estás llorando por un
hombre que no te pertenece... que nunca te va a pertenecer", pensé.
Y seguí llorando.
Interrumpiste la carta que
me estabas dictando y me volviste la espalda. Te quedaste mirando el ventanal,
la lejanía. El horizonte infinito que siempre está más allá de una mirada. Ése
que se presiente después de la última colina...
- ¿Pasa algo, señor?
-pregunté con las manos crispadas y suspendidas en el vacío ante el teclado de
la máquina eléctrica.
- Pasa que tengo cincuenta y
uno, Daniela... -me contestaste en un murmullo, siempre mirando la ventana.-
Pasa que estoy cansado, hastiado... pasa que estoy vacío...
Yo me quedé sin respiración.
Las entrañas me hormiguearon. Se me secó la lengua. Quedé en animación
suspendida como esas espadas de los cuentos orientales que están colgadas de un
hilo sobre los cuerpos desnudos de los amantes que yacen en el lecho...
Te volviste despacio. Me
miraste.
- No sé por qué te cuento
esto... Bueno, creo que sí sé por qué te lo cuento... Tenés veinticinco años en
la empresa y sos mi secretaria privada. ¿Te acordás del día que nos conocimos,
Daniela?
¿Cómo no me iba a acordar?
Antes pedime que me muera.
- S-sí -dije, con un hilo de
voz.
- Sos la mejor empleada que
ha tenido esta empresa. Puntual, laboriosa, ordenada, eficiente...
- Gracias, señor...
- Pero antes que todas esas
cosas, sos mi amiga. La que siempre, calladamente, escuchó mis confidencias.
Arrimando algún consejo atinado...
Oírte decir
"amiga" fue como una puñalada. Pero vos me herías sin saber. ¿Cómo
ibas a saber si yo no te lo permití? ¿Si yo no me atreví...?
- Dejá. Dejá esa carta. Te
la dicto mañana. Mirá, son casi las ocho. Te invito a cenar, ¿querés?
- Pero... yo...
- ¿Qué pasa? ¿Tenés algún
compromiso hecho?
Sí, con mi gato. No
olvidarme de poner su plato de leche, mirar las noticias de TV, y a lo sumo, si
aguanto, ver alguna película por cable.
- N-no... La verdad es que
no -Debo haber parpadeado detrás de los anteojos.
- Bueno. ¿Vamos o no?
- Bueno, si usted quiere,
señor Robles -murmuré sin poder mirarte los ojos.
- Con una condición. Nunca
más me vas a llamar "señor Robles". A los amigos se los llama por el
nombre de pila. Gustavo. Daniela. ¿Sí?
- Sí, dije yo con la más
estúpida de las sonrisas.
Fuimos.
Nunca había estado en un
lugar de esa categoría. Probablemente nunca lo voy a volver a estar. Mozos
impecables, comensales de cinco estrellas. Platos exquisitos y vinos aún más
exquisitos.
Tu mano aún lucía el anillo
en el dedo anular. Debiste darte cuenta que te miraba el detalle, por eso
dijiste.
- Aún no puedo creer que
Susana ya no está a mi lado...
Sabía cuánto la habías
amado, pero la forma en que lo dijiste me hizo saber que aún quedaban brasas
encendidas de ese amor. Qué cosa, ¿no? Vos, que podías tener la mujer que
quisieras, todavía sufriendo por una, que pisoteó tus sentimientos y se marchó
hace años.
El vino me entibiaba el
cuerpo, el alma. Sin que me diera cuenta me hacía más locuaz de lo que suelo
ser.
- Se nace con estrella o se
nace estrellado... -dije.
Abriste los ojos y me
miraste, como creo que nunca me habías mirado. ¿Quién mira al florero? Es a la
flor a quien se mira, se aprecia.
- Vos... vos nunca te
casaste...
- No -dije y bebí otro trago
de la copa de cristal. Me sentía distinta, tal vez porque todo había ocurrido
de una manera impensada. Porque si me hubieras invitado para otro día, seguro
habría inventado una excusa.
No sé por qué, pero lo
hubiera hecho. Tal vez porque no hubiera querido que te dieras cuenta de...
nada. Que no tuvieras ni la sombra de una sospecha.
Para que no me tuvieras
compasión. ¿Sabés qué fea es la compasión? Es la tristeza personificada, tal
vez la burla que se disfraza de gesto magnánimo. Por el cielo que no quiero
eso.
- Ni te conocieron un
novio...
- Tampoco...
- Qué curioso. Siempre te
tuve cerca mío... y nunca... nunca me pregunté cómo eras, qué te pasaba. Qué
egoísta...
Bebí otro poco de vino. Sólo
un sorbo. Sonreí y me encogí de hombros.
- Alguna vez te debés haber
enamorado... -sonreiste.
No te contesté enseguida. Las ideas se
me agolpaban en la cabeza, se me entremezclaban como olas que chocan porque
provienen de corrientes diferentes. Tenía un mar de espuma batiéndome entre las
sienes...
- Alguna vez... -repetiste.
- Una sola vez. Y para
siempre...
- Oh... -cortaste un trozo
de jugoso bife con tus manos varoniles, ésas que siempre admiré.
- ¿Y sería una infidencia
saber de quién...?
No me esperaba la pregunta.
No me esperaba la situación. Pero de golpe me rebelé contra mis miedos, contra
mi callada estupidez. De pronto tuve rabia de mi misma.
- ¿Acaso no lo sabés?
-pregunté.
Y vi cómo parpadeabas. Cómo
se agrandaban tus ojos. Esos ojos negros que siempre adoré en secreto.
- ¿De quién...?
-preguntaste, quizás no muy seguro de la respuesta que podías recibir.
Y yo, la pobre diabla, harta
de silencios, angustias y lágrimas escondidas, la que estaba hastiada de ser
florero y quería sentirse flor por una vez, por un minuto de su vida, te dije
en un susurro:
- De vos.
(c) Armando Segundo Fernández
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