martes, 22 de junio de 2010
Cuento "Planeta Tierra, Planeta Mar"
Con un silbido que lo caracterizaba, el periscopio ascendió hasta llegar a las manos del capitán Hans Kaltembrunner. Enseguida el comandante del U-127 enfocó su ojo derecho en el visor. Un gesto de satisfacción torció su boca. Enmarcado en el círculo óptico del periscopio estaba centrado aquel mercante inglés que se había rezagado del convoy. Kaltembrunner pudo leer el nombre de “Glasgow” en su proa.
Una víctima más para su récord de as del arma submarina.
-Preparen torpedos uno y dos.
-Buena cacería, comandante- farfulló Muller, su segundo de a bordo.
El U-127 se sacudió cuando partieron los dos torpedos, uno tras otro.
Kaltembrunner observó calmosamente las blancas estelas de los fatídicos proyectiles surcando las olas. Aquel viejo cascarón sería una presa fácil.
-Quince segundos para la explosión.
El comandante consultó su reloj. La aguja parecía tardar en completar el tiempo estimado, como si quisiera regalar algunos momentos más de vida a la tripulación del viejo mercante británico, en aquellos trágicos días de la batalla del Atlántico que estaba enlutando las filas del león inglés. Las “manadas de lobos” fabricaban viudas y huérfanos casi a diario con sus torpedos y sus cañones.
La primera explosión se produjo en medio del casco del “Glasgow”. El segundo proyectil impactó en la proa ocho segundos después.
-Blanco perfecto. Felicitaciones a los de la cámara de torpedos.
Volvió a mirar por el visor del periscopio. Pudo ver las pequeñas figuras corriendo de aquí para allá. Algún bote que caía al mar. Llamas. Humo negro levantándose en trombas sobre el tranquilo océano.
-Excelente.
-No tardará en irse a pique, comandante.
Pasaron siete u ocho minutos.
-Hum…
-¿Qué ocurre, señor?- Muller había detectado inseguridad en la voz de su jefe.
-Tarda en hundirse. Tarda demasiado.
-Quizás se trate de la carga que lleva, herr comandante.
-Probablemente sea eso.
-Seguramente otro torpedo lo solucionará.
-No. Los torpedos son valiosos y no puedo malgastar otro para mandar al fondo del mar a ese cascajo. Emergeremos y con el cañón de proa terminaremos el trabajo.
Muller asintió con gesto y luego gritó ordenes para subir a la superficie.
Acostados en cubierta, alertas, los marinos del “Glasgow” aguardaban. Los incendios en la bodega estaban razonablemente controlados. Pero los neumáticos sobre la cubierta a los que ellos mismos habían prendido fuego, ardían como el infierno, dando la veraz sensación de que el buque estaba irremisiblemente perdido.
-Allí- dijo uno de los marinos.
A ochocientos metros del “Glasgow” hubo un borbollón de blanquecina espuma y la proa del sumergible alemán emergió. El tiburón de acero se preparaba a propinar la dentellada fatal.
Los marinos ingleses contuvieron el aliento. Ahora la silueta del sumergible estaba perfectamente visible. Vieron a los hombres de la Kriegsmarine que salían apresuradamente de la torreta y aprontaban el cañón.
Se oyó un pitazo y los marinos británicos se levantaron de un salto. Hubo aprestos veloces sobre cubierta y de pronto, sobre las desgarradas planchas de acero de estribor cayeron las trampillas, desnudando la boca de los cañones navales de grueso calibre.
El U-127 iba a ser sorprendido por un barco “Q”.
Los barcos “Q” eran una nueva jugada que los británicos ponían en el tablero de la terrible batalla del Atlántico, para aminorar las severas pérdidas que sus convoyes mercantes sufrían bajo el flagelo de los submarinos nazis. Se trataba de viejas naves con bodegas abarrotadas de carga que permitía flotar muchas horas, tales como madera o corcho. La idea era que al ser atacados por un submarino, advirtiendo los atacantes que tardaba en hundirse, subirían a la superficie para rematarlo a cañonazos, evitando malgastar torpedos.
Y el comandante alemán había caído en la emboscada.
Al primer cañonazo del U-127 le replicó una feroz andanada del “Glasgow”. Una barrera de proyectiles levantó flagrantes trombas de agua muy cerca del casco del sumergible.
-¡Es una trampa!- aulló Kaltembrunner.
No necesitaba decirlo. Los artilleros de su cañón se habían dado perfectamente cuenta de eso y ahora cerraban desesperadamente la pieza de proa para dejarla en condiciones, antes de volver a sumergirse.
Kaltembrunner no los esperó. Los proyectiles enemigos silbaban peligrosamente sobre su cabeza. Cerró la escotilla de la torreta, abandonando a su suerte a los desesperados artilleros.
-¡Inmersión inmediata!- gritó el comandante
El U-127 comenzó a desaparecer bajo las olas, arrastrando en su succión a los infelices tripulantes que habían quedado afuera. Parecía que iba a escapar indemne del diluvio de proyectiles que cada vez caían más cerca.
Pero uno de aquellas balas enviadas por el “Glasgow” impactó en su flanco de babor antes de que desapareciera definitivamente tragado por el mar.
-Nos dieron, herr comandante.
-¿Qué tan grave es?
-Los compartimientos 4 y 6 están anegados. Las bombas de achique trabajan a pleno. Se van a soldar los remaches que saltaron y enderezarán las vigas torcidas.
-¿A qué profundidad estamos?
- Cuarenta metros y seguimos descendiendo.
-Está bien. Comunique a la sala de máquinas que detengan y estabilicen el U- Boot. Ese maldito bote inglés no está en condiciones de perseguirnos ni de lanzarnos cargas de profundidad.
- Pero podría haber radiado nuestra posición a sus naves de guerra.
-Seguramente lo ha hecho. Pero para que las reparaciones se hagan con efectividad, necesitamos detener el submarino. Cumpla la orden.
-Sí, herr comandante.
Muller se comunicó con la sala de máquinas. De pronto, su rostro adquirió una palidez mortal.
-¿Qué pasa ahora?
-Señor…
-¡Hable, Muller!
-¡No pueden parar la inmersión! ¡Los sistemas han sido dañados por el impacto!
-¡Maldición!
Kaltembrunner tomó el micrófono y comenzó a dar gritos. La voz desesperada del jefe de máquinas le contestó.
Ya estaban a setenta metros y seguían descendiendo.
A los ciento cuarenta y dos metros de profundidad se escucharon los primeros chirridos de las planchas de acero que gemían, torturadas por la presión.
Los rostros de los tripulantes parecían tallados en cera.
Ciento cincuenta y cuatro metros y los chirridos de las planchas de acero se multiplicaban. Alguno comenzó a rezar. Otro a reír. Los nervios jugaban malas pasadas.
Iban a morir, lo sabían. Desintegrados por la formidable presión que terminaría por reventar el casco del submarino. Los desesperados esfuerzos del plantel de la sala de máquinas no daban resultado para resolver el problema.
Ciento ochenta y tres metros y ya saltaban los remaches uno a uno y la oceánica agua salada era vomitada a chorros dentro del sumergible.
Y de pronto hubo un estampido y pareció que el U-127 se partiría en pedazos. El casco se ladeó, sacudiéndose como enloquecido, de un lado para otro y arrojando a la aterrorizada tripulación como peleles de aquí para allá.
A doscientos treinta y cinco metros, el U-127 había quedado encallado sobre una saliente de roca submarina. Abajo, acechándolo estaba la boca del monstruoso abismo, donde los hombres jamás serían bienvenidos.
-¡Encallamos! ¡Rápido, que se hagan las reparaciones!- gritó Kaltembrunner y los hombres que unos momentos antes estaban agarrotados por el terror reaccionaron con presteza. La mínima probabilidad de sobrevivir les dio fuerzas para luchar.
Se encendieron las llamas de los soldadores autógenos. Repicaron las mazas empuñadas por las manos de los tripulantes para enderezar los parantes retorcidos. Chapoteando en medio metro de agua que inundaba los distintos compartimientos, los submarinistas se movían alentándose con fuertes voces. Afortunadamente las bombas de achique respondían con todo vigor.
Cuarenta minutos después, la emergencia estaba controlada.
-Es un milagro que estemos vivos. Si no hubiéramos encontrado esa saliente rocosa, ya estaríamos desintegrados por la presión- Muller respiraba como toro acribillado por un cruel banderillero.
-No lo estaremos por mucho tiempo si no logramos reparar los sistemas y emerger. Calculo que podemos tener aire respirable para once o doce horas.
Muller se mordió los labios.
-Voy a la sala de máquinas a ver cómo va eso, herr comandante.
-Ocúpese.
Kaltembrunner dio una mirada en derredor. Sus hombres estaban exhaustos.
Se preguntó dónde demonios estaban.
“A un paso de conocer el infierno”, se respondió. Una muerte de ratas, una muerte conocida por todos les esperaba si los ingenieros de a bordo no lograban reparar el sistema de inmersión.
Se quitó la gorra y se pasó el revés de la mano por la frente plagada de respiración.
-Que dejen el mínimo de luces. Hay que ahorrar baterías.
El submarino quedó en la penumbra.
Kaltembrunner hizo descender el periscopio. Acomodó el visor a la altura de sus ojos. Lo hizo girar en un ángulo de trescientos sesenta grados. Estaba seguro de que no contemplaría más que tinieblas y oscuridad.
Pero lo que descubrió, lo dejó helado.
¡Una fulgurante luz azulada entraba por el visor del periscopio!
Su mente racional le dijo que aquello no era posible. Cerró los ojos. La situación le estaba jugando malas pasadas a su cerebro. Tal vez sería que la falta de oxígeno que ya comenzaba a notarse, sumado a la fatiga y la tensión soportada, lo estaba afectando. Cuando volvió a mirar por el visor del periscopio la cegadora luz seguía allí. Enceguecido, tuvo que retirar los ojos del visor.
-¿Qué ocurre, comandante?- Spiegel, uno de los oficiales estaba a su lado.
-Mire usted mismo y dígame que no estoy alucinando- Kaltembrunner le cedió su lugar ante el periscopio.
Oyó el respingo que emitió Spiegel y supo que no deliraba. Que la potente luz era real.
-¿Otro submarino…?- susurró el oficial.
-¿Qué submarino conoce usted que pueda operar a esta profundidad y emita una luz como ésa?
-No dije que fuera un sumergible nuestro, herr comandante.
Kaltembrunner parpadeó. ¿Podría ser que los británicos o sus aliados americanos tuvieran un sumergible de esas características? No lo creía posible… pero allí estaba.
Y entonces el U-127 se sacudió y los hombres rebotaron contra sus paredes como muñecos. Las luces se apagaron y las cabinas se poblaron de gritos.
La nave se estaba desplazándose de su encalladura. Morirían al precipitarse al abismo
Kaltembrunner maldijo a todos los dioses y demonios que conocía y se despidió de este mundo con un pensamiento para su esposa y sus hijos que estaban en Berlín.
El monstruoso ser con algo de caracol-calamar atrapó entre sus tentáculos al U-127 y comenzó a arrastrarlo hacia los abismos. Era una criatura ciclópea, imposible de describir para los ojos humanos. El sumergible parecía un juguete entre los tentáculos que lo aferraban fuertemente. Y descendía, envuelto en aquella luz azulada que había cegado a Kaltembrunner y a su oficial a través del periscopio. Esa luz, esa radiación que su formidable corpachón emitía, era lo que lo protegía de las formidables presiones del abismo y también protegía al submarino, que de otra manera ya se habría desintegrado.
Porque estaban a más de cuatro mil metros y por supuesto, el medidor de profundidad del U-127 ya había estallado en pedazos. En las cabinas, los hombres, arrastrados hacía lo profundo como en una enloquecida montaña rusa se preguntaban, en medio de su terror, qué estaba pasando y por qué era que estaban todavía vivos.
Aunque algunos gritaban que ya estaban entrando al infierno.
A doce mil metros de profundidad, el monstruoso caracol-calamar se detuvo sobre una plana y extensa llanura abisal. Otros de su especie, envueltos en la radiación azulada lo recibieron. Y todos ellos estaban en el centro de una ciudad gigantesca, salpicada por mil columnas. Y también la ciudad yacía envuelta en esa fantasmagórica radiación de tono azulado que la protegía de la espantosa presión del abismo submarino.
-¿Qué pasa, herr comandante? ¿A qué profundidad estamos?- La voz de Muller era un susurro.
-No lo sé. Sé que nos deslizamos de la saliente rocosa y nos precipitamos al abismo. No tenemos forma de saber a qué profundidad estamos, pero no es una profundidad que pueda soportar el casco de nuestro submarino. No sé qué pasa.
-Yo sí lo sé. Estamos muertos.
-No estoy muerto ni ustedes tampoco. La muerte no puede ser esto. Enciendan las luces- ordenó Kaltembrunner, pero nadie se movió.
El comandante fue a su cabina y volvió con su “Luger” amartillada.
-¡Enciendan las luces o comenzaré a disparar!
Lentamente, como si estuvieran adormilados, sus hombres reaccionaron. Se oyó el zumbido de las baterías y los compartimientos del U-127 se iluminaron uno a uno.
-No sé qué pasa, no tengo explicación racional para esto, pero no estamos muertos y mientras no lo estemos, soy el comandante y ustedes, mis subordinados- Kaltembrunner hablaba secamente. Su formación militar disciplinadamente alemana se imponía y restablecía la calma ante el rebaño aterrorizado.
-Cada uno a sus puestos y estén atentos a las ordenes.
Alguno tosió. Otro asintió con un gruñido, pero todos obedecieron.
Kaltembrunner se ubicó otra vez ante el periscopio. La luminosidad estaba allí, pero ahora se mostraba más atenuada.
Pero lo que descubrió por el rectángulo del visor, hizo que su labio inferior temblara epilépticamente.
¡Formas monstruosas, bañadas en la radiación azulada, enjambres de formidables tentáculos agitándose como serpientes furiosas en la aterradora profundidad abisal!
Y la ciudad… La descomunal ciudad de mil columnas grandiosas y templos colosales dedicados a deidades desconocidas
Aquello no era posible!¿A cuántos miles de metros bajo el nivel del mar estaban? ¿Por qué no se había desintegrado el submarino sometido a la horrorosa presión abisal?
“Muller tiene razón. Estamos muertos. Esto debe ser el infierno de los submarinistas”, pensó. No podía haber otra explicación. No había lógica que explicara por qué estaban vivos todavía.
Kaltembrunner se refería, claro, a la lógica humana. Hizo subir el periscopio y se sentó.
Deseaba morir. Deseaba que aquella loca pesadilla terminara. Eso sucedería al menos cuando las baterías se agotaran y el aire se volviera irrespirable.
Y entonces escuchó la voz dentro de su cerebro. Por unos instantes no comprendió. “Me estoy volviendo loco… Nadie puede permanecer cuerdo en estas circunstancias”. Sacudió la cabeza.
Pero la voz continuó hablándole.
-Señor Kaltembrunner. Entienda que no puedo publicar esto que acaba de contarme- Con estas palabras, Fabián Suárez del diario “Meridiano Argentino” apagó el grabador.
El aludido sonrió. Tenía noventa y dos años y a pesar de que la carne de su rostro se retiraba y los huesos parecían a punto de mostrarse, había conservado hasta esos momentos de la entrevista una perfecta lucidez.
-No cree nada de lo que le contado.
-Por supuesto que sí. Sus hazañas de guerra submarina, la entrega de su submarino en el puerto de Mar del Plata, a finales de 1945. Todo eso está fehacientemente comprobado. Por eso vine a dialogar con usted. Estoy reuniendo material para escribir un libro y…
-Entiendo. Borrará esta parte del libro que piensa escribir. Claro ¿Cómo hacer caso de un anciano desquiciado que habla de su encuentro con sirenas y tritones?
Suárez sonrió comprensivamente.
-Pero nunca dije que eran sirenas o tritones. Eran calamares…o lo parecían. Le repito que “ellos” hablaron a mi mente. Uno de aquellos seres nos trajo al abismo y otro nos llevó a la superficie. La radiación azulada que emitían, los protegía de las presiones submarinas…y también nos protegió a nosotros
-¿Cómo tomaron sus superiores esta historia al regresar al puerto de Bremen?
-Nunca la contamos. Habríamos terminado en algún instituto mental. Fácilmente los médicos habrían diagnosticado alguna neurosis de guerra, o algo por el estilo. Le pedí a la tripulación que cerrara la boca. Estuvieron de acuerdo. Redacté un informe falseando los hechos. Y así, descansamos y luego proseguimos la guerra. Terminé internado en Argentina, lejos de todo aquel horror.
-¿Y nunca contó a nadie esta historia que acaba de relatarme?
El anciano submarinista negó con la cabeza.
-¿Por qué lo hizo ahora?-
-Porque pronto iré a los abismos de los que verdaderamente no se regresa. No quise guardármela para mí. Hasta donde yo sé, todos los que la vivieron, a excepción mía, están muertos.
-¿Y quiénes eran ellos…? ¿Esos seres… esos calamares o lo que fueran?
-Los habitantes del abismo. Los hombres han llegado a la luna y enviado sondas espaciales hasta los confines de nuestro sistema solar, pero poco y nada saben de lo que sucede o existe más allá de los doce o quince mil metros de profundidad en su propio planeta.
-¿Y la ciudad? Los calamares no construyen ciudades. ¿Algo así como la Atlántida que se hundió?
-No lo creo. La ciudad estaba intacta. Ellos la construyeron. Ellos estaban en el planeta desde antes que los dinosaurios y antes, obviamente, que la especie humana. Pero un día, reinarán totalmente sobre la tierra. Me lo advirtieron.
-¿Un día? ¿Cuándo?
-Cuando los polos se licuen, cuando las aguas cubran el planeta Tierra. Cuando el planeta le quepa mejor el nombre de planeta Mar. Cuando la humanidad ni siquiera sea recuerdo. Ese día llegará y ellos simplemente lo esperan. Tienen todo el tiempo del mundo a su favor. ¿O acaso no sabe usted que en el comienzo de la Creación las aguas cubrían todo el planeta, hasta que al bajar las aguas, emergieron las primeras montañas y Pangea, el continente primigenio quedó a la vista, iluminado por nuestro sol?
-Es muy fascinante lo que dice, pero, comprenderá que es increíble.
Fabián Suárez tendió una mano que el otro estrechó.
-Gracias por su amabilidad. Le enviaré un ejemplar cuando se publique.
-Espero que no tarde demasiado, como puede apreciar, no es mucho el tiempo que me resta en este mundo- replicó el veterano submarinista con una afable sonrisa.
-Hum…estas tostadas están deliciosas-
El aroma del buen café flotaba ante su nariz y Fabián Suárez se llevó la taza a sus labios, concluyendo lo poco que restaba de líquido en ella. Evangelina, su esposa, estaba colocando nuevas tostadas en la panera. Lejano, se oía el zumbido del televisor encendido.
Evangelina lo besó en el cuello, mordisqueó su oreja derecha y susurró:
-Y no es nada comparado con el postre que te tengo reservado esta noche.
Fabián oprimió su mano.
-No sé qué haría sin vos.
-Es una frase cursi pero efectiva, amor.
-Es que nunca fui un escritor imaginativo.
-¿Te traigo otro poco de café, mentiroso?
Él le besó la mano.
-No sé qué haría sin tu logística.
-Eso está mejor- Evangelina recogió la taza y el platito y salió del cuarto de trabajo de su esposo.
-¡Fabián! ¡Vení!- llamó, de pronto.
-¿Qué ocurre?-
-¡Vení, te digo!
El periodista abandonó su puesto ante la computadora, se quitó los anteojos y salió de la habitación. En el comedor, Evangelina señalaba la TV encendida. Y en ella se veían imágenes escuchándose una voz excitada que decía:
-El repentino descongelamiento de los glaciares del polo norte ha tomado totalmente de sorpresa a la comunidad científica. Aunque se sabía que el proceso se estaba acelerando, no se suponía que las enormes masas de hielo se estén descongelando ahora mismo con extrema rapidez…-
Fabián achicó los ojos. Se acercó más al aparato. Las imágenes aéreas eran elocuentes. Gigantescos bloques de hielo ártico se rajaban y caían al mar.
-La alarma cunde en las zonas costeras. Ya hay devastadoras inundaciones en Alaska y las aguas siguen avanzando, arrasando todo a su paso…
-¿Qué está pasando con la naturaleza, Fabi?
Él la miró demudado, boquiabierto.
No más planeta Tierra. Quizás desde ahora era el turno del planeta Mar.
El turno de seres ignorados, de formas de vida incomprensibles para la mente humana, que tendrían dominio sobre todo lo que hasta ahora pertenecía al hombre.
-Ellos…
-¿Ellos? ¿Quiénes son ellos? ¿De qué hablás, Fabi?
Él retrocedió y se sentó, sin replicarle. Ahora las imágenes cambiaban, aunque parecían similares. Ciclópeos bloques de hielo que se partían y caían al mar entre trombas de espuma
-Nos informan que el mismo fenómeno se está dando en el Polo Sur. Se ha perdido contacto con todas las bases científicas y militares de los diferentes países desplegadas en el continente antártico…La situación está adquiriendo ribetes alarmantes y todos se preguntan hasta qué nivel pueden subir las aguas…- seguía diciendo el desconocido relator de la CNN en español.
Una gota de sudor frío se deslizó por sobre la sien de Fabián.
-¿Acaso están en peligro las ciudades…? ¿Acaso la humanidad está en peligro?- preguntaba la voz en off en la TV.
Evangelina se sentó a su lado. Lo miró, preocupada.
-Ellos… Ellos…- Seguía repitiendo el periodista Fabián Suárez.
© Armando S. Fernández
0 comentarios:
Publicar un comentario
¡Gracias por comentar!