miércoles, 1 de agosto de 2007

El cuento del mes: Las voces en el viento

La helada belleza de los Montes Cárpatos se desplegaba ante los ojos de la única y joven viajera, sentada en el interior del carruaje que avanzaba por el polvoriento camino dando estrepitosos barquinazos.

Svetlana Kalinin observaba ensimismada, los meandros del río Jiu que serpenteaban por entre las azules colinas de Valaquia. Atrás, muy atrás, disolviéndose en la distancia, como un vago sueño, había quedado la antigua Bucarest de calles angostas y techados rojos.

Ahora, en silencio, la viajera contemplaba a través de la ventanilla, el gélido y espectral paisaje festoneado de nieve que el invierno ofrecía a sus ojos.

Se sentía cansada. La marcha había durado horas y horas a través de los solitarios caminos y no veía la hora de llegar.

Entonces, casi súbitamente, el pueblo apareció en un recodo del camino, como también surgido de una pesadilla gris. Tal vez darle categoría de pueblo a ese montón de casas arracimadas y la posada era mucho decir pero Svetlana se alegró del hecho de poder ver otras caras humanas, pues la única que había visto en los dos últimos días era la del fornido cochero.

Cuando el carruaje se detuvo frente a la vieja posada, un robusto perro pastor le dio una agitada bienvenida de ladridos.

Poco rato después la muchacha de rizos de ébano daba buena cuenta de un tazón de café, acompañado de panes recién horneados y mantequilla casera.

El posadero, un hombre de presencia rolliza y rostro afable, se dijo para sus adentros que no todos los días llegaban viajeros al pueblo y menos de tal belleza. Discretamente comenzó a preguntarle quién era y adónde iba.

-Soy Svetlana Kalinin y voy a la residencia de la condesa Eila Varna –murmuró la poseedora de luminosos ojos azules, mientras untaba con mantequilla un trozo de pan.

Al posadero le corrió una minúscula gota de sudor frío al oírla.

-¿La… casa Varna?

-Sí. Eso dije.

Se había hecho un silencio de sepulcro. Los rostros de los rudos campesinos que estaban allí habían girado hacia la viajera, pero ella no lo advirtió y siguió hablando.

-Contesté el aviso de un diario en Bucarest. Pedían una institutriz joven. No tengo familia y he vivido en un orfanato hasta hace poco. El salario ofrecido me pareció bueno y…

Ahora la viajera sí advirtió la turbación del posadero y también las miradas plagadas de murmullos.

-Déjeme darle un consejo. Regrese por donde ha venido… además, el carruaje sólo llega hasta aquí y dudo mucho que alguien quiera transportarla hasta la casa Varna.

-Eso no es problema. En la carta que recibí, aceptando mi postulación, la condesa me explicaba que enviaría su coche personal a recogerme.

El posadero tragó saliva.

-Es que… usted no comprende. Hará bien en volver a tomar ese carruaje que sale al amanecer y regresar por donde vino. Ocurre que…

Entonces la puerta de la posada se abrió y una ráfaga de aire helado se coló en el cálido interior que olía a fritangas. Los murmullos cesaron como por encanto y cada uno retornó a sus asuntos. Algún vaso cayó al suelo, haciéndose añicos.

El posadero alzó la vista y descubrió a la madura y altiva mujer vestida con negro abrigo y sólo se atrevió a sostener su mirada unos pocos segundos.

-Señora condesa… es un honor que nos honre con su presencia… -susurró miserablemente.

La recién llegada lo miró con infinito desdén y ni siquiera se dignó responderle. Se acercó luego a la mesa donde merendaba la viajera y ante ella, su expresión cambió radicalmente.

Una suave sonrisa floreció en sus labios.

-¿Eres Svetlana?

La joven se puso de pie e inclinó la cabeza en un saludo.

-Sí, señora. Llegué hace un rato.

-¿Has terminado de merendar?

La joven asintió con un gesto.

-Perfecto. Entonces podemos marcharnos –dijo y abrió su monedero. Puso varias monedas sobre la mesa y después ambas mujeres abandonaron el local.

La mujer del posadero, que había permanecido todo ese tiempo detrás del mostrador, se persignó murmurando:

-Pobre desdichada. Le sucederá lo que a las otras. Jamás volveremos a saber de ella…

El posadero trajo una bandeja con el servicio de la joven viajera y lo depositó sobre el rústico mostrador.

-No es asunto muestro. Mejor cierras la boca y vuelves a tu trabajo.

En el silencio que siguió, pudieron oírse otra vez los ladridos del perro y el fustazo del cochero de la condesa sobre el lomo de los caballos. Luego, la rechinante partida del carruaje.

Los ladridos del perro culminaron en miserables gemidos.

El coche de la condesa era más confortable que el anterior y los cascos de los briosos caballos parecían volar por el camino. Ahora, la ventisca golpeaba contra los vidrios de la ventanilla, mientras la noche desplegaba sus oscuras alas en la majestad del cielo.

Sentada frente a la condesa, Svetlana Kalinin no se atrevía a mirarle recto a los ojos. Era evidentemente una dama de gran señorío y finos modos. Sus manos lucían costosos anillos rematados en piedras preciosas. Svetlana se dijo que era una gran suerte que tal señora hubiera accedido a contratarla, siendo ella una desconocida y para sí misma prometió esmerarse en su labor.

La condesa permanecía en silencio, contemplándola. Sin duda la estaba evaluando y Svetlana rogaba para sus adentros de que la encontrara agradable.

-No sé qué puedes haber escuchado de esos campesinos rústicos e ignorantes, querida mía, pero no debes hacer caso… -dijo de pronto la gran señora. Svetlana se sobresaltó ante esas súbitas palabras. Ahora, el carruaje parecía volar por el camino dando violentos barquinazos.- Oh, estoy segura de que le encantarás a mi hija Irina. Presiento que ambas se llevarán muy bien.

-Haré todo lo que pueda de mi parte para que eso suceda, señora –dijo humildemente la muchacha.

-Ésa es una buena respuesta. Los informes del director del orfanato indicaban que eres una joven estudiosa y delicada. Veo que no han mentido.

Un lejano aullido acuchilló los sombríos espejos del silencio nocturno. A ese aullido, como un lúgubre coro, siguieron otros tan espeluznantes como el primero.

La viajera miró alarmada hacia fuera pero nada se veía a excepción de oscuridad y filigranas de blanquísima nevizca que azotaban el vidrio de la ventanilla.

-¿Qué… qué es eso? –preguntó.

La dama sonrió.

-Lobos, mi querida. Fieras enormes y peludas. Éstas son tierras salvajes y el hambre invernal empuja a las manadas de lobos a través de montes y colinas. Ay del viajero desprevenido o la oveja perdida que puedan encontrar… -Svetlana se arrebujó en su modesto abrigo de tela, mordiéndose los labios. La mujer palpó su temor como quien saborea el gusto de una comida y volvió a sonreír, casi maternalmente.- No debes tener miedo. Mi cochero lleva armas de fuego y es un montañés intrépido. Yo misma sé manejar una pistola. Además, la residencia no está lejos. Pronto llegaremos.

La condesa Eila Varna tendió sus manos y tomó las de la joven. Ésta le devolvió una sonrisa tímida y agradecida.

-Vamos, háblame de ti –pidió la gran señora.

Y mientras que el carruaje lanzado en su marcha fantasmal acortaba distancias, la institutriz comenzó a referirle detalles de su vida. No eran especialmente notables, pues el abandono por parte de sus desconocidos progenitores siendo muy pequeña en la puerta de una iglesia ortodoxa y la posterior internación en el internado sólo reflejaban tristes vivencias.

Pero el hablar de tales cosas mientras las manos de la condesa entibiaban las suyas le hizo sentirse mucho mejor y olvidar el lejano pero ininterrumpido aullido de los lobos, que parecían acompañarlos durante aquel viaje.

Al fin la corta travesía concluyó y una casona enorme y sombría apareció ante los ojos de la viajera. Atravesaron el gran portalón abierto de hierro, en cuya cima del arco de entrada yacía esculpida una enorme y amenazante águila de piedra y poco después, entre chillidos de goznes desgrasados y bufar de caballos, el vehículo se detenía frente a la escalinata de la entrada principal de la residencia.

El cochero descendió del pescante fue y abrió la portezuela para que ambas descendieran. Svetlana se encontró mirando el manto de la nieve que como un sudario blanquecino todo lo cubría. El frío era intenso.

Al alzar la mirada lajoven vio que algunas ventanas de la casona estaban iluminadas y creyó percibir una figura que los contemplaba desde una de ellas.

-Vamos –dijo la señora y Svetlana la siguió obedientemente, mientras el cochero descargaba su única maleta e iba tras ellas.

Al entrar a la gran sala de recepción, el clima cambió radicalmente. En un gran hogar ardían los leños transmitiendo calor y vida y alejando la desoladora presencia del invierno que imperaba fuera en los páramos.

Svetlana llegó hasta las llamas que danzaban entre chisporroteos luminosos y se entibió las manos. Luego recorrió con la mirada aquella sala que estaba magníficamente alfombrada.

Había armaduras, escudos y panoplias. También pinturas de severos antepasados que se le antojó en un primer momento, la contemplaron como a una intrusa.

-Debo decirte que soy viuda. Mi amado esposo… se quitó la vida hace años –murmuró la dueña de casa.

-Lo siento, señora.

-Y ella es Irina, mi única hija…

Diciendo esto, la condesa indicó la presencia de alguien que había aparecido súbitamente. Svetlana tuvo un sobresalto pero luego se serenó al descubrir la angelical presencia de una hermosa niña de rubios rizos en el pie de la escalera.

La niña tendría unos diez años y le sonreía dulcemente.

Svetlana le devolvió la sonrisa y sin timidez fue hasta ella. Le tomó de las manos y le dijo:

-He venido de muy lejos y seré tu nueva institutriz. Te enseñaré muchas cosas y seguramente seremos amigas, ¿no es cierto?

La niña se alzó en puntas de pie y la besó en la mejilla.

-Al fin has llegado. Me sentía muy sola en esta gran casa. ¿Quieres venir a conocer mi cuarto?

Svetlana giró la cabeza y pidió aprobación a la condesa, quien con un gesto asintió. Así tomadas de la mano subieron la escalera hasta llegar a una puerta de las varias que había en el piso superior de la residencia.

Entraron.

Era un cuarto precioso, ricamente decorado y poblado de juguetes, especialmente muñecas, osos y conejos de trapo.

-¿Jugarás conmigo? –preguntó aquel ángel rubio.

-Claro que sí –afirmó la huérfana, contenta de estar allí.

Y jugaron, mientras afuera el conquistador llamado invierno se enseñoreaba en la tierra preñada de sombras, oscuridad y nieve.

Jugaron entre bromas y risas mientras el coro de las manadas de lobos que vagaban por los bosques umbríos se volvía demencial.

Gustav, el viejo mayordomo, depositó el servicio de té ante el ama y señora de la residencia. Los ojos grises del sirviente escrutaron los de la condesa en forma casi atrevida pero hubo un tembloroso ruego en su voz al decir:
-Señora… debe usted detener esto… por el amor de Dios.
La mujer lo miró con auténtico desdén.
-¿Dios? ¿Quién es Dios? ¿Dónde está ese Dios del que hablas? Si es que en realidad existe, me ha abandonado. Cierra tu boca, anciano, y cumple con tus quehaceres. ¿Acaso no la estás oyendo?
-Oigo a un animal. A una cosa infame e inmunda que…
Ahora la mujer cambió el desdén por la furia, en su mirada.
-¿Crees que disfruto con lo que sucede? Pero… ¿qué otro remedio me queda? Ella… es todo para mí. Lo sabes bien y si el precio de conservarla es la condenación eterna, estoy dispuesta a pagarlo. Permanece sordo y mudo, anciano. Es lo que te conviene –replicó Eila Varna, con un tono suave que helaba la sangre.
La condesa bebió un sorbo de té mientras el mayordomo se marchaba. Luego también ella abandonó la tibieza de la gran sala y subió uno a uno los peldaños. Llegó así finalmente hasta el cuarto de la niña.
Al pegar su oído junto a la puerta, pudo escuchar los sonidos que para cualquier otro resultarían extraños y desagradables pero que para ella, eran perfectamente dolorosos y reconocibles.
Porque eran los sollozos de Irina, su única hija.
Abrió y penetró en la habitación.
La niña tenía las mejillas pobladas de lágrimas. La condesa la estrechó contra su pecho.
-Tengo hambre, mamá… -gimió la pequeña.
-Lo sé, cariño. Lo sé.
Cerró los ojos y la cubrió de besos.

Había dureza de acero en los ojos de Eila Varna cuando dijo:
-Irina yace en su lecho. Su… su enfermedad ha vuelto a recrudecer. Siempre le sucede así cuando llega el invierno.
Svetlana la miró con preocupación.
-Sí. La he notado desmejorada estos días. No se alimenta bien. Debería usted llamar al médico, señora.
-¿Crees que puedes decirme lo que debo hacer?
Svetlana se turbó. Bajó los ojos, avergonzada.
-No, señora. Por supuesto que no. Si hay algo que yo pudiera hacer… La niña es un ángel y me apena no oír sus risas en esta casa. ¿Cuál es su enfermedad?
-Es un mal muy extraño. Una peste muy rara y propia de estas tierras malditas, podríamos decir. Y en cuanto a ti, has de saber que no ha cesado de clamar por tu presencia.
-Quiero verla. Hace dos días que eso no sucede y usted no me lo permite. Por favor, señora. Amo a la pequeña –rogó Svetlana.
-Está bien. Sube a su cuarto y quédate con ella.
-Gracias, señora. Gracias –dijo la institutriz y subió escaleras arriba.
Al entrar al cuarto, vio a la niña yaciendo en su lecho. Se acercó.
La niña tenía los ojos cerrados y su piel se palpaba fría y marchita. Svetlana a duras penas contuvo un sollozo.
-Mi ángel… -murmuró tomando una de sus manos.
Ante ese contacto, la niña abrió las pupilas. Al descubrirla, una sonrisa pareció iluminarle el rostro.
-Has venido… -le dijo.
-Quiero que te sanes, que te cures… y podremos seguir jugando y estudiando.
-Me sanaré si no me abandonas, Svetlana –gimió la niña.
-Nunca te abandonaré. Lo sabes, mi ángel.
-Dame tu calor, Svet –así la llamaba la niña-, entra a mi cama y acuéstate conmigo.
-No… no puedo hacer eso. Tu madre no lo permitiría y…
-¿No puedes o no quieres?
La puerta se abrió. A espaldas de la muchacha, Eila Varna estaba allí.
-Puedes hacer si la niña lo pide y tú lo deseas –dijo.
-Duerme conmigo esta noche –pidió Irina.
-Claro que lo haré, tesoro. Deja que busque mi camisón.

Ahora ambas yacían en la misma cama, dándose mutuo calor. La niña estaba dormida y respiraba tranquilamente. Afuera, el viento gemía con voces de bruja pero en la tibia y oscura quietud de la habitación reinaban la paz y el sosiego.
Mientras acariciaba los rizos de la pequeña, Svetlana se deslizó hacia las hondonadas del sueño.
Había rezado sus oraciones pero cuando su crucifijo lastimó la piel de la niña se lo quitó ante su pedido. Ahora el símbolo sagrado descansaba sobre la mesita de noche.
Ambas dormían profunda y serenamente, cuando una sombra entró y tomó el crucifijo.
Los sueños de la muchacha se tornaron extraños y placenteros.
Soñaba que estaba con la niña, correteando tomadas de la mano a través de un verde jardín. Y luego se tendía en la gramilla y la niña se inclinaba sobre ella.
Irina la besaba en la mejilla, en el cuello…
Y luego, un dolor. Como de dos alfileres penetrando en su piel.
Pero era sólo un instante. El dolor pasaba y algo fluía sobre su piel, algo suave y cálido que la niña bebía ávidamente.
Era casi como la sensación placentera de amamantar.
Yacía tendida en éxtasis sobre la verde gramilla con los ojos abiertos feliz y gozosa de alimentar a la pequeña.
Y la niña lamía y lamía del manantial rojo carmesí que brotaba de su cuello.
En la negrura de la noche invernal, las voces en el viento parloteaban jubilosas:
-¡Ya es nuestra… ya es nuestra!
-¡Aún no! ¡Aún no!
-¡Pronto! ¡Pronto lo será!

Una sola noche durmió con la niña, pero a partir de allí todas las noches fueron similares. Con la llegada de la oscuridad, una fatiga invencible se apoderaba de la muchacha.
Se tendía en su lecho y dormía. Y los raros sueños se repetían.
Una sombra pequeña entraba a su cuarto. Se inclinaba sobre ella y Svetlana gemía de dolor y placer mientras dos alfileres perforaban su cuello y bebían el dulzón líquido de la vida.
Después, la sombra saciada se retiraba y el descanso real llegaba para la muchacha.
Pero durante el día se sentía cada vez más débil. Ello contrastaba con la lozanía y el vigor de la niña. Eran como dos plantas distintas. Una revivía y la otra se marchitaba.
-Lo siento… ¿Qué te estaba diciendo? –solía preguntarle a Irina en medio de una clase, cuando su memoria se fugaba, escondiéndole ideas y conceptos.
Entonces la niña la acariciaba y dulcemente le recordaba la parte de la lección interrumpida.
Gustav, el mayordomo, solía contemplarla en silencio.
Y también el resto de los sirvientes de la casa, con quienes poco y nada de contacto había tenido desde su llegada a la casa.
Estaba más delgada, macilenta. Al verse ante el espejo, advertía sus pómulos pronunciados.
Y aquellas diminutas heridas en su cuello.
Esas heridas que nunca parecían cicatrizar.
Cada vez tenía menos apetito pero también cada vez sentía la necesidad imperante, impostergable, de estar con la niña.

-Mi crucifijo… ¿Sabe usted dónde está, señora?
-No, lo siento. Debes haberlo extraviado –respondía la condesa.
-Tampoco encuentro mi Biblia…
-Estás un poco olvidadiza, querida mía. Debes haberla puesto en algún lado. Ya recordarás –replicaba Eila Varna.
-Me siento débil. Creo que estoy enferma…
-Tonterías. Quizás un poco cansada. Debes alimentarte mejor. No puedo hacer llamar al médico ahora. Ha nevado mucho y la residencia está aislada. Cuando termine el invierno volverán a abrirse los caminos –replicaba dulcemente la señora.
-No estaré viva para cuando llegue la primavera…
La condesa había interrumpido su té y la miraba desconcertada.
-¿Qué cosas dices, querida mía? Sólo te falta un poco de color en las mejillas. Luego yo misma te maquillaré y te verás mejor… Todo está bien. ¿No estás acaso mejor aquí que en ese triste orfanato en donde vivías hasta ahora?
Y Svetlana sonreía dulce y desvaídamente.
-Sí, es verdad. Estoy mejor. Usted es muy buena conmigo…
Gustav recogía el servicio para luego retirarse en silencio, como una sombra.

Aquella noche, cuando se disponía a entrar a su cuarto para dormir, el viejo sirviente apareció furtivamente y le entregó algo.
-Ponte esto y no te lo saques por nada –le dijo.
Le puso en la palma de la mano una cadenita con un crucifijo que no era el suyo.
Svetlana agradeció, entró a su habitación y se lo colocó en el cuello.
Después, mortalmente cansada se durmió.
Más allá de la medianoche, la puerta de su cuarto se abrió y una sombra pequeña y ávida penetró en la habitación. Llegó hasta la muchacha que dormía.
La sombra miró con deleite las venas azules y las diminutas incisiones en el cuello de la durmiente.
Sus labios rozaron la tibieza de la piel de la muchacha dormida. Y luego sus pequeños y filosos colmillos se hundieron placenteramente en la piel fragante y su lengua roja saboreó la sangre que manaba de aquel cuello, cálida y también roja como su lengua.
Pero al morder, también había rozado algo más.
Algo metálico.
Y al reconocer espantada el milenario signo de los cristianos un chillido espeluznante escapó de los labios de la pequeña sombra.
Ese chillido penetró en la conciencia de Svetlana. Se abrió como un filoso escalpelo a través de los sueños de extraño éxtasis, haciéndola despertar y encender la lámpara que yacía en la mesa de noche.
Irina estaba de pie ante ella, enfundada en su camisón de dormir.
Pero había algo extraño en la niña.
Algo horrible.
Su boca estaba tinta en sangre.
-¿Te has lastimado?
Svetlana, algo tambaleante, se levantó de su lecho y fue hasta la niña pero ésta retrocedió, con los ojos desmesuradamente abiertos.
-No… no me toques… quítate eso… -tartajeó la niña.
-¿Qué…?
-¡Quítatelo! –demandó Irina con una ferocidad desconocida en la voz y señalaba su cuello.
Mecánicamente la muchacha llevó sus manos al cuello. Allí sus dedos rozaron la cadenita del crucifijo… y la viscosidad de su propia sangre.
¿Sangre? ¿Sangre en su cuello? ¿Qué significaba aquello?
Miró sus dedos manchados de sangre con desconcierto. Volvió a tocarse y ahora también percibió la excrecencia de los diminutos agujeros que perforaban su piel.
-¡Quítatelo! –aulló la niña.
Eila Varna entró en la habitación. Sus ojos llameaban de furia.
-Quítate el crucifijo. Hazlo –ordenó.
-Señora… yo… no entiendo… ¿Qué pasa aquí? Irina está extraña…
-Busca su alimento. Y tú tienes el alimento que ella necesita. Vamos, no te niegues a dárselo. Es sólo una niña. Quítate ese crucifijo y acuéstate.
Irina jadeaba en un rincón. Eila Varna fue hasta la institutriz y de un brusco tirón cortó la cadenita que circundaba su cuello.
-Acuéstate –repitió.
La voluntad de Svetlana se desvaneció. Se tendió en la cama. La niña dejó de jadear y se acercó. Había una fosforescencia verdosa en sus ojos. Su ávida lengua asomó entre los labios, mientras sus pequeñas manos abrían el camisón de la institutriz.
Los bellos senos de Svetlana se ofrecieron a sus ojos.
La niña o lo que fuera, sonrió.
Se inclinó y lamió el pezón derecho como si fuera a amamantarse, lo circunvaló amorosamente y luego clavó sus colmillos diminutos en la carne turgente de la muchacha, que emitió un suave gemido.
La lengua roja volvió a lamer la sangre que afluía en borbotones.
Afuera, las voces en el viento negro estrepitosamente cantaban:
-¡Ahora dejará de ser!-¡Ésta es la noche!-¡Una más de nosotras! ¡Una más!
-¡Basta! –gritó la voz de Gustav que había penetrado al cuarto y traía una cruz de madera.
La cosa pequeña encaramada sobre la muchacha exánime, dio un alarido escalofriante al ver la cruz. Chillando, se refugió en el rincón más oscuro del cuarto.
Eila Varna quiso detener al mayordomo pero éste le propinó un empellón. La dama cayó y su nuca dio secamente contra el respaldo de bronce de la cama. Hubo un crujido y la condesa quedó inmóvil para siempre.
La cosa pequeña y acurrucada en el rincón permaneció gimiendo lastimera, pero rabiosamente. Gustav se acercó a la muchacha y la reanimó con palmaditas en las mejillas. Svetlana se levantó de la cama, descubrió a la desplomada condesa y quiso socorrerla, pero el mayordomo se lo impidió.
-No se le acerque. Ahora está camino al infierno. Ambas estaban malditas, su padre, el finado duque, fue el primero en comprenderlo. Hace veinte años hubo una gran fiesta en esta casa y entre los invitados llegó uno terrible e innoble. Tiempo después algunos juraban que se trataba del propio príncipe Vlad Drakull, aquél que combatió a sangre y fuego a los turcos y los empalaba. Aquél que se convirtió en un no-muerto al entregarse a Satanás.
-¿Qué es un no-muerto…?
-Un ser incomprensible que está más allá de las leyes que rigen a las criaturas humanas… alguien que vaga a través de la noche de los tiempos, esparciendo la más horrenda de las pestes. Ese invitado, fuera o no El Empalador, se llevó a la desdichada niña en un momento de la fiesta. Más tarde la buscamos desesperadamente, hasta encontrarla en lo profundo del bosque, casi desangrada. Sobrevivió de milagro… claro que está mal llamar milagro a eso. Desde ese momento, había dejado de ser una niña… el dulce y adorable ángel que hace veinte años alegraba esta vieja casa…
-¿Veinte años? La niña tiene sólo diez, Gustav…
-Eso parece por fuera. Un no-muerto queda congelado en su apariencia en el momento de su muerte humana. Irina se mantuvo así, pequeña, rubia y angelical. Cuando bebió la sangre de su primera institutriz, el duque comprendió lo que pasaba y enloqueció. No se atrevió a acabar con ella, con eso, y se voló la cabeza con su pistolón…
-Oh, Dios –Ahora Svetlana miraba horrorizada al pequeño y frágil ser.
-En un principio, la condesa la alimentaba con su propia sangre, pues ella había sido su única hija y no se resignaba a verla como el monstruo que en realidad era, pero ese ser, esa cosa que habitaba dentro de Irina era astuto y sabía que dependía de su madre. Matarla no le serviría, la dejaría indefensa, a merced de quien quisiera atravesarle el corazón con una estaca y entonces el pequeño monstruo le sugirió que empleara a otras muchachas, otras institutrices, y eso hizo la condesa. Esas pobre vidas jóvenes ayudaron a perpetrar su sacrílega existencia. Los rumores crecieron en el pueblo. La condesa ponía avisos en periódicos lejanos y llegaban nuevas muchachas desprevenidas… cuyos cuerpos están ahora discretamente enterrados en los campos de esta propidad. Sí, lo sé… soy cómplice de esos crímenes y me he ganado el infierno… pero contigo, Svetlana, no soporté más… porque me recordabas a una hija fallecida y…
-Gustav, yo…
-Vete de este cuarto. Espérame abajo en la sala. Yo me ocuparé de que el cochero te lleve hasta el pueblo y desde allí podrás regresar a Bucarest. Vete. Hay algo que debo hacer ahora. Suceda lo que suceda, escuches lo que escuches, no te muevas de la sala…
Entonces la cosa gimió y sollozó lastimeramente.
-No me dejes sola con él, Svet… te lo suplico…
-Es una niña, yo…
-¡Vete, estúpida muchacha! –rugió Gustav y la arrastró con violencia, fuera del cuarto cerrándole la puerta en la cara.
Giró una llave en la cerradura desde adentro, mientras Svetlana golpeaba con sus puños la lustrosa madera de la puerta.
-¡Es una niña! ¡No, Gustav, no!
Del otro lado de la puerta, en el interior del cuarto, Gustav extrajo algo del bolsillo de su saco.
Una afilada estaca de madera.
Avanzó hacia la cosa acurrucada en el rincón. La cosa lo mordió, pateó chillando desaforadamente.
Pero el mayordomo logró aferrarla de los cabellos, arrastrándola por el piso.
Luego hubo un alarido largo, estrepitoso, espeluznante.
Un grito cuyos ecos la muchacha de Bucarest no oyó porque mientras caía enloquecida de rodillas ante la puerta se tapó los oídos...
Afuera las voces en el viento nocturno enmudecieron de furia y odio.
Y se marcharon, se disolvieron...
Sólo quedó el viento helado y negro arrastrando la ventisca blanquecina de la nieve invernal.
Ilustraciones de Castro Rodríguez

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