Carlitos ya tenía conciencia de que era un niño pobre pero como todo niño solía pegar su naricita a las vidrieras de las jugueterías, donde espléndidos juguetes electrónicos y multicolores parecían invitarlo a jugar.
Pero tales juguetes estaban lejos del poder adquisitivo de sus padres, de modo que Carlitos debía contentarse pateando una vieja pelota de fútbol en los partidos de potrero con sus amiguitos.
En el hogar ni siquiera había una TV color, solo un viejo televisor a blanco y negro, una verdadera antigualla, lo cual para estos tiempos, demostraba lo pobre que eran los Paez.
Pese a esto, Carlitos era un excelente alumno en la primaria, muy cuidadoso en sus estudios y muy dispuesto a aprender. No era lo que se dice "un traga" pero sí un buen estudiante.
Sin embargo, el mundo de Carlitos sufrió un cambio profundo el día que se ofreció a ayudar a don Cosme, el viejo zapatero remendón, a limpiar un sótano del conventillo en donde el viejecito guardaba cosas suyas. La artritis tenía a mal traer al anciano que le dijo:
-No puedo pagarte nada por la ayuda que me vas a dar pero alguna cosa que encuentres y te guste te la podrás llevar- Prometió el zapatero.
Así, el trato quedó establecido y Carlitos se puso a trabajar, ayudando a limpiar los muchos objetos que habían dentro del mal ventilado sótano. Desfilaron por sus manos, planchas, herramientas, vasos, botellas, zapatos viejos, etc que iba alcanzando al anciano, él que a su vez, los guardaba en cajas de cartón. El lugar estaba iluminado por una mísera bombita de luz y ambos trabajaban sin pausa.
De pronto, Carlitos tropezó con una roída caja de cartón, que al ser tomada, se sintió bastante pesada. Hubo chillidos y roces de metal en su interior. El aguijón de la curiosidad pinchó al niño, que la abrió.
Y al hacerlo, quedó maravillado.
Carlitos, como hipnotizado tomó uno de ellos. Era un granadero montado a caballo blanco y sable en mano, como esos de San Martín que cruzaron Los Andes, que él había visto en láminas y también dibujado en la escuela. Y había también Patricios y algunos Blandengues y tres pequeños cañones de campaña.
-¿Qué tenés ahí?- Preguntó el viejecito, acercándosele.
Carlitos le mostró el contenido de la caja. El viejo vió el brillo en los ojos del niño y sin decir palabra tomó la caja, la cerró pero no la guardó. La puso aparte.
Terminaron y todo quedó en orden.
-Bueno, trabajaste y te ganaste tu paga- Dijo don Cosme.
Carlitos lo miraba pero no decía nada.
El remendón tomó la caja y se la ofreció.
-Estos juguetes fueron de mi hijo. Ese soldadito que tomaste, el granadero que tiene la cara despintada, se llama general Mateo. Por lo menos así lo llamaba Esteban, mi hijo y era el jefe de todos...
Luego el viejecito le entregó la caja. Carlitos estaba tan emocionado que casi quería llorar. Apretujó la caja contra su pecho y salió corriendo hacía los cuartos que ocupaba su familia en el inquilinato.
A partir de allí, aquel heterogéneo puñado de antiguos soldaditos de plomo formó parte indisoluble de su infancia.
Carlitos no se cansaba de jugar con ellos, desplegándolos como si fueran batallones. Los tenía contados. Eran ciento cincuenta y tres. Los había mejor y peor conservados. Algunos, como veteranos combatientes de pasadas batallas, no tenían piernas o brazos y no faltaba el que había perdido la cabeza pero se mantenía orgullosamente de pie.
La mayoría de aquellos uniformes estaban percudidos y despintados pero en el caso de Mateo, el orgulloso granadero a caballo, solo su cara lucía el bruñido del plomo.
Era probablemente el que mejor estaba conservado y Carlitos lo hacía encabezar los desfiles.
El niño era muy celoso de sus tropas de metal y no las compartía con ningún otro chico.
-Este chico va a ser militar- Decía su padre medio en serio y medio en broma, al verlo tan apasionado en sus juegos.
A traves de los soldaditos, Carlitos se interesó más y más en la historia argentina, preguntando a su maestra y leyendo todo lo que su capacidad de niño le permitía. Carlitos amaba a su ejército de soldaditos de plomo y sin que este lo supiera, sus soldaditos lo amaban a él, pues jamás los dejaba tirados luego de jugar, como frecuentemente suelen hacer otros niños con sus juguetes.
Todos eran puestos en una caja (no la que yacían antiguamente, sino otra más grande, nueva y confortable donde los soldaditos se sentían más cómodos y menos apretujados) Por estas y otras razones los soldaditos, consideraban a Carlitos su jefe indiscutido.
De modo que cuando todos dormían, los soldaditos abrían la tapa de la caja y salían sigilosamente (como buenos soldados que eran) de allí. Se reunían y celebraban consejos de guerra y discutían a viva voz sobre diversos asuntos. No había peligro de que los seres humanos escucharan tales voces y por eso podían hablar sin cuidarse de ello. De lo que sí tenían que cuidarse era de ser sorprendidos fuera de la caja, si alguién de los humanos se levantaba imprevistamente y aparecía por allí, pero habían tomado prevenciones para ello, pues en todos los puntos estratégicos Mateo, el granadero a caballo, había dispuesto guardias y centinelas que inmediatamente darían el aviso.
Y ese alerta se dió desde el primer día en que los soldaditos llegaron a la vivienda de la familia Paez. Porque había intrusos. ¡Vaya si los había!
Los soldaditos habían estado encerrados por largos años, dentro de la roída caja de cartón, ignorantes del mundo exterior. Al abrir la tapa, Carlitos los proyectó nuevamente al mundo de la luz y esa era otra de las cosas que no cesaban de agradecerle.
El asunto es que la casa estaba poblada de intrusos. Intrusos agresivos y repulsivos. Desde arañas, pasando por alguna que otra rata...y cucarachas.
El primer encuentro que los soldaditos tuvieron con uno de esos intrusos fué con una rata enorme y nauseabunda, surgida de las cloacas y la oscuridad.
Ante tamaño monstruo, los soldaditos tuvieron un instante de temor y cerraron filas erizados de fusiles y bayonetas. Los tres artilleros que había, aprontaron sus estopines dispuestos a abrir fuego con sus cañones, sobre el adversario pero este se retiró.
Luego, cada tanto los centinelas informaban del paso de legiones de cucarachas, más numerosas que la centena y media de efectivos de plomo que comandaba Mateo, el granadero de caballo.
-¿Cuáles son sus ordenes, mi general?- Le preguntaban ansiosamente.
Pero Mateo vacilaba.
-No soy el comandante en jefe. Todos saben que es Carlitos. Si él nos diera la orden, daríamos batalla a los intrusos- Decía a sus tropas.
Y así, sin órdenes precisas, todos, granaderos, patricios y blandengues y demás, aferraban sus sables y fusiles contentándose, angustiados, con ver pasar al insolente invasor por los pisos de madera, la cocina, los dormitorios y todos lados. Es que literalmente, la casa estaba tomada por los repulsivos bichos.
Los intentos de Mateo por comunicarse con Carlitos resultaban vanos y la frustración invadía al regimiento entero.
Realmente las cosas no podían seguir así. El invasor se paseaba a sus anchas por la casa y los uniformados de plomo estaban al borde de la desesperación, cuando una noche sucedió algo que lo cambió todo.
Carlitos había terminado de hacer su deberes y Susana, su madre, estaba cocinando. Su padre acababa de salir del baño luego de ducharse, después de un arduo día de trabajo en un andamio.
Esto era efectivamente lo que había sucedido. Pero lo que ignoraba Carlitos era que Mateo, en un intento desesperado por establecer comunicación con su comandante en jefe, había salido de la caja para ir hasta él y solicitarle órdenes. Sin que el niño, absorto en sus cuadernos lo advirtiera, el granadero a caballo había llegado hasta él, para hablarle.
Le había hablado y pedido órdenes a los gritos pero Carlitos no le escuchaba. Ahora, el niño lo había descubierto y lo tenía en sus manos, mirándolo con ojos extrañados.
Entonces sucedió lo que cambió la situación.
Susana, su madre dió un grito.
Una horrorosa y enorme cucaracha había salido de detrás de un plato.
-¡Que asco, Dios mío!- Gimió fuertemente la mujer tratando de aplastar al insecto sin conseguirlo pues este, a pesar de su corpachón, era bastante agil y eludió el golpe de la mujer, escabulléndose prontamente.
-¿Qué pasa, mami?- Preguntó el niño llegando hasta ella, con su soldadito de plomo en mano.
-Una cucaracha. La casa está infestada de ellas. Están por todas partes...- Susana casi se pone a llorar. Era una ama de casa muy limpia y prolija pero sus vecinas no lo eran tanto y ella sola no podía contra todas esas sabandijas que cada vez se mostraban más audaces.
-Son un ejército de bichos...No se puede hacer nada contra ellos...-Murmuró Susana desalentada y mordiéndose los labios.
-¿Ejército...?
-Sí, eso dije, querido. Muchos más numerosos que los soldaditos que tenés.
-Ah ¿De veras que harían eso? Yo se los agradecería mucho- Respondió la mujer en broma.
-Sí se lo ordeno, lo harían. Son soldados valientes y no le temen a nada- Su madre lo miró con ojos cansados y suspiró.
-Pues si tus soldados las echan de aquí, yo te prepararé una torta de nueces.
-¿Lo dices en serio?- Su madre sonrió y lo miró a los ojos.
-Palabra de mamá- le dijo al niño.
-Bien- Aquí Carlitos miró al granadero a caballo que tenía en su mano y le susurró:
-General Mateo. Ya tienes tus órdenes- Mateo casi se cayó del caballo de pura alegría. Era todo lo que necesitaba.
-Pon ese soldadito de plomo en su caja y quita los cuadernos de la mesa que vamos a cenar- Dijo su padre.
Esa noche, cuando la familia Paez dormía, los soldaditos de plomo salieron nuevamente de su caja.
Mateo anunció que ya había recibido órdenes del comandante en jefe y todos, alborozados, dieron fuertes vivas, blandiendo sus sables y fusiles.
-Es necesario diseñar estrategia y tácticas para dar batalla al invasor, mi general- Dijo un oficial de Patricios.
-Eso se hará- Afirmó resueltamente Mateo, que había desmontado de su caballo.
Hubo pues una reunión con el estado mayor donde cada uno aportó sus ideas. La discusión insumió largas horas y las primeras luces del amanecer alumbraron el acuerdo a que se había llegado. No había tiempo para nada más y se convino en desatar las hostilidades a la noche siguiente.
Todos rogaron que en la nueva jornada, Carlitos, su comandante en jefe no les diera fajina (jugar con ellos) pues iban a necesitar de todas sus fuerzas para el combate. Y alguién debió haber escuchado sus ruegos, pues el chico llegó de la escuela con muchos deberes que hacer y esa tarde no abrió su caja de preciados juguetes.
Llegó pues la noche, con su negro manto de sombras y los uniformados de plomo salieron nuevamente de su caja.
Conforme a los planes establecidos, Mateo distribuyó estratégicamente sus fuerzas potenciando al máximo sus recursos. Los artilleros fueron colocados en las alturas desde donde se podría batir al enemigo.
Todos aguardaron, expectantes.
Y el enemigo apareció. Legiones de ellos. Repulsivos, insolentes y atrevidos como siempre.
El general Mateo enarboló su sable y ordenó abrir el fuego.
Tronaron los diminutos cañones y el grito de la infantería resonó en los vericuetos de la casa. Granaderos, Patricios y Blandengues se lanzaron sobre el invasor. La lucha fue rápida y cruenta y el factor sorpresa, vital.
A las pocas horas, los invasores se habían retirado dejando en el campo de batalla a numerosos de los suyos. Un soldado músico tocó una diana de triunfo con su clarín y todos celebraron.
Hubo otros combates posteriores y todos coronados de victorias que convencieron al invasor de lo peligroso que era pisar ese terreno. Como resultado de estas valerosas acciones, las alimañas desparecieron progresivamente del hogar de los Paez.
El general Mateo hizo redactar el parte de la victoria a uno de sus oficiales, lo que equivale a decir que tal glorioso parte se convirtió en la más preciada memoria del regimiento.
Pero el general Mateo, sin embargo, nunca se durmió en los laureles y sus centinelas permanecieron siempre alertas y vigilantes. Algún que otro intruso que intentó colarse, lo pagó muy caro. En consecuencia cucarachas, arañas y roedores emigraron prudentemente a otros sitios. La casa de los Paez quedó finalmente limpia de bichos.
-¡Esto es maravilloso!- No cesaba de decir Susana, al descubrir a cada tanto a algún que otro insecto misteriosamente aniquilado.
-Mamá... ¿Y la torta de nueces para cuando?
-Es cierto. Te lo prometí y las promesas deben cumplirse, hijo.
Y Susana Paez que era un excelente cocinera, se esmeró aquella vez para la elaboración de la referida torta.
El tiempo pasó, Carlitos dejó de ser niño y se hizo hombre.
Pero todavía conservaba en su casa al orgulloso general Mateo, montado en su caballo blanco cuando, como suboficial del Ejército Argentino, ganó una medalla al valor por haber combatido heroicamente en las Islas Malvinas.
Mario Schiraldi ilustrador, historietista y colorista. Coloreó el volumen "Al grito de Santiago" sobre las Invasiones Inglesas y un volumen próximo a aparecer sobre la Guerra de las Malvinas. En Editorial Columba publicaba la tira humorística Lucas en la revista Intervalo.
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