Los pequeños hamsters blancos se movían nerviosamente dentro su jaula. Ricardo Lemos les dio una mirada distraída y murmuró:
-Sí, es verdad que mi abuelo Gervasio trabajó en la obras del subterráneo que unieron unieron Plaza de Mayo con Plaza Miserere allá por 1911...
Mientras decía esto, se maldecía por haber aceptado recibir a aquel periodista del diario La Razón llamado Gómez en la intimidad de su atelier de pintura ubicado en el barrio de San Telmo.
-Hay poca luz aquí. ¿No le molesta para pintar? -preguntó el recién llegado mientras el chispazo de un encendedor le iluminaba el rostro. De sus labios sonrientes colgaba un cigarrillo.
-Mire, le voy a ser franco. Creí que esta entrevista tenía que ver con la sección de arte de su periódico. Y lo que ha hecho hasta ahora es interesarse sobre cuando mi abuelo cavaba túneles durante la construcción del subterráneo de la línea "A". De modo que si me explica...
-Supongo que eso debo hacer. He realizado una larga investigación... El 2 de diciembre de 1913, con cinco meses de retraso fue inaugurado el primer tramo de la línea "A". Y fue porque ocurrió algo extraño . ¿Sabe? Algo que la compañía Anglo Argentina se ocupó de ocultar bien. Hubo un derrumbe en las galerías y veinte trabajadores quedaron atrapados. Sólo hubo dos sobrevivientes... su abuelo Gervasio fue uno de ellos... En serio que está oscuro en su atelier. ¿No debería encender la luz, amigo Lemos?
-Veo perfectamente, Gómez.
-A eso le llaman nictalopía. ¿No? Como los gatos que ven perfectamente de noche... Bueno, no quiero aburrirlo. Cuando una semana después, los socorristas consiguieron abrirse paso en los túneles y llegar hasta los desdichados, realmente no pensaban encontrar a nadie vivo... Pero el asunto es que se toparon con cadáveres mutilados... parcialmente devorados y como le dije, dos sobrevivientes medio locos que contaban algo descabellado sobre una legión de seres deformes... unas cosas repugnantes que habitaban el submundo y aparecieron allí para darse un banquete con los pobres diablos ...
El sol se había retirado y la buhardilla de vidrio estaba completamente en sombras. Ahora, las pupilas de Ricardo Lemos brillaban rojizamente en la oscuridad.
-Parece que a esos dos que se salvaron, también les hincaron los colmillos y les quitaron unos pedazos de carne antes de marcharse, pero no los devoraron, seguramente porque ya se habrían dado el gran atracón. El caso es que esas mordidas debieron inocularles algo, un virus, algo así, no sé... Su abuelo se dedicó después a cazar ratas y las comía crudas, ya no aceptaba otra cosa, excepto algún gato o perro si le ponía a tiro. Y lo mismo pasó después con su padre. Por lo que averigué, ambos se dejaron morir de hambre en el manicominio cuando nos les permitieron esa clase de dieta. ¿No?
-Parece que usted sabe bastantes cosas sobre mi familia. Lemos era una acechante sombra de pupilas rojizas agazapada entre las tinieblas.
Gómez dio un paso hacía la jaula donde correteaban los hamsters y los animalitos dieron saltos frenéticos en su prisión.
-Pero claro, ratas, perros y gatos son menú para vagabundos y menesterosos. Hay carne joven y fresca caminando por las calles de esta ciudad. Mucha de ella, indefensa y tierna. Es relativamente fácil cazarlos. Yo, al menos he optado por ese menú.
Ahora también los ojos de Gómez brillaban rojizamente en la oscuridad.
-¿Quién es usted? -la voz de Lemos tenía filos inseguros.
-Mi abuelo fue el otro sobreviviente de aquel derrumbe. El virus, o la maldita cosa que sea, infesta nuestra sangre y nos despierta ese tipo de apetito. Cosas de la genética, supongo.
Hubo un largo, tenso silencio y Gómez murmuró con un suspiro.
-Me place saber que no soy el único de esa especie que camina bajo el sol porteño...
Entonces los pequeños ratones blancos que estaban dentro de la jaula, víctimas del pánico, comenzaron a chillar desaforadamente.
Armando Fernández (c)
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