viernes, 18 de julio de 2008

Cuento dramático: El hombre que yo maté

Acabo de matar a Ramiro. Fue simple. Bastó con apretar el gatillo una sola vez...

Lo recuerdo perfectamente, Ramiro. Recuerdo aquella noche de luna de primavera desbordante de luz sobre aquel paseo de la costanera porteña. Y vos y yo, Rami. Vos, ciñéndome la cintura y yo percibiendo la fragancia de tu piel masculina que me volvía simplemente loca...
Fue así. No puedo negarlo. No puedo abjurar del amor que te tuve. No puedo ni podré olvidar el fuego que supiste encender en mi. Y menos omitir que ese fuego se transformó en llamarada. Hay un punto en que los seres humanos no tenemos retorno, cierta valla física, moral, espiritual o como quiera que se llame y el cruzarla implica que nos jugamos, que nos entregamos, que confiamos totalmente en el otro. Y no importa que eso signifique volverse vulnerable, débil, dependiente...
Eso fue lo que me pasó con vos, Ramiro. Una mujer puede presumir de ser autosuficiente, moderna, liberal, feminista, combativa y aguerrida, como yo me creía. Hasta que se enamora... Hasta que se pierde en los meandros de la pasión, hasta que comienza a transitar las sinuosidades del deseo, de la espera del llamado telefónico que tarda en producirse o de la cita en la que el hombre anhelado se demora... Entonces comienza a beber, gota a gota en esos tazones de angustia... pero cuando lo tiene a su lado y con cara de comérselo crudo afloja y se desarma al primer beso, a la primera caricia, a la primera manifestación de ternura y desde ya que acepta todas las excusas...
¿Será que amar significa volverse tonto? No lo creo... del todo. Pero tampoco creo que cuando uno ama está totalmente lucido. Si uno estuviera en sus cabales, en pleno uso de sus facultades quizás prestaría más atención a esos pequeños detalles que esconden verdades grandes y ocultas... ¿O será que una no tiene interés en escarbar en esos detalles porque teme encontrarse con lo que no quiere encontrarse? Eso pasa, estoy segura... a mí me pasó, al menos. Esos viajes que inventabas... negocios en Córdoba, decías ¿te acordás? Y bastaba que yo comenzara a refunfuñar para que me taparas la boca con uno de esos besos que nadie antes que vos (y tal vez nadie jamás después) hayan sabido darme.
Sí, ya sé. Estoy describiendo a una pobre estúpida. A mí misma. No me hizo falta inventar a nadie ficticio. Soy Marcela Rovira, tengo casi treinta años, soltera, piel blanca, ojos negros y dicen que no soy un "cuco". ¿Cuántas Marcela Rovira debe haber por ahí? Ocultas. Metiendo su propia baja autoestima en el bolsillo, en el desván del alma y sacando pecho, levantando la nariz como hacen los triunfadores. Porque en este mundo donde todos llevan máscaras parece que no tiene "rating" sacar a pasear las llagas por ahí, ¿verdad?
Y cuántos... cuántos canallas como vos también hay, ¿no, Ramiro? Pensar que tipos así nacieron de mujer. Qué cosa... qué cosa. Dios mío... que no me toque tener que dar a luz uno así. Porque cuando un hombre llena de promesas a una mujer, la engaña y se burla despiadadamente de sus ilusiones decirle que ha hecho mal, muy mal es casi llamar a la burla. Que se jorobe la pobre idiota. Y en cuanto a él... ¿acaso no es hombre? Claro que hizo mal y no lo hizo precisamente sin querer porque nadie le destroza la vida a otra persona... "sin querer". Especialmente cuando han tenido tres años de novios y ella ha trabajado como una burra, ahorrando peso sobre peso y ciegamente se lo entrega a él, para que los administre.
Y mientras ella sigue soñando con un maravilloso vestido blanco y un ramo de azahar ese dinero ya no existe. En realidad nada de lo que ella cree, existe... Eso se llama crimen. Un crimen contra el espíritu. No por el valor material del dinero ni los sacrificios que costó conseguirlo. Va mucho más allá de eso... Se refiere al asestar golpes despiadados a la entrega total de las Marcela Rovira, como yo... Sí, todavía me acuerdo de aquella noche de redonda luna amarilla cuando paseábamos, vos ciñéndome la cintura y yo bebiéndome la fragancia de tu piel varonil.

-Rami...
-¿Qué pasa, nena?
Recuerdo que nos detuvimos y quedamos bajo la pérgola poblada de enredaderas. Que miré por largos instantes los vehículos que pasaban y pasaban con los faros encendidos como enjambres de luciérnagas en aquella noche de primavera. Dicen que las fuerzas ocultas de la naturaleza se reavivan en primavera. Que la vida reverdece. Que los capullos encapsulados durante el inhóspito invierno se abren en flor. Yo podía dar fe de todo eso.
-Hay algo que tengo que decirte...- Sonreíste, seguro y dominador, como siempre. Varón argentino al fin. Me acariciaste la barbilla, yo alcé el mentón y cerré los ojos. Lista a saborear uno de tus besos legendarios...
-Bueno... ¿Qué?- El beso no llegó. Y en el modo que preguntaste había una ligera impaciencia. - Te pregunte que tenés que decirme, Marcela...
-Que me parece que vamos a tener que adelantar la boda...
-¿Es una broma? ¿De qué hablás?- Me callé y luego aspiré a pulmón lleno el aire de la noche fragante.
-Estoy esperando un bebé...
Todavía recuerdo que achicaste los ojos. Que me apartaste de tu proximidad, tomándome los brazos y clavándome los ojos como agujas.
-¿Que estás esperando qué...?
Te busqué por toda la ciudad de Córdoba. No fue fácil, créeme, Córdoba es mas grande lo que yo pensaba. Pudiste haber estado en cualquier parte... quizás en algún perdido pueblito de las serranías y seguramente nunca te habría encontrado. Ya desesperaba cuando un golpe de suerte me puso sobre tu pista. El asunto es que te encontré. Tenías toda la sorpresa del mundo pintada en el rostro cuando al abrir la puerta de tu departamento (porque tenías un lindo, grande y confortable departamento del cual yo nunca tuve noticias) me descubriste parada ante vos.
-Marcela...- La sorpresa hizo que la voz te saliera miserable y chillona. Yo suspiré. Mi búsqueda iniciada después de aquella noche de primavera había concluido. Porque era obvio que desapareciste sin dejar rastro. Y mi bebé seguía creciendo y creciendo. Nutriéndose de mi cuerpo y de todo el amor que podía darle. Porque ese bebe iba a precisar el doble de amor de mi parte, ya que de vos no podía esperar nada...
Miraste preocupado hacia el pasillo. Quizás temiendo que yo comenzara a hacer un escándalo de aquéllos, allí mismo. Los vecinos, seguro. Podemos ser la ultima porquería del mundo pero... que no se enteren los vecinos.
-Pa... pasá, por favor... tenemos mucho de qué hablar...-dijiste. Era un error lo que estabas diciendo. No teníamos nada o casi nada de qué hablar. Con lo que habías hecho, bastaban y sobraban las palabras. Yo estaba allí simplemente porque quería asegurarme de que nunca volverías a cruzarte en mi camino. De que no te agarrara un ataque de conciencia y aparecieras dentro de algunos años, cuando yo me hubiese deslomado criando a mi hijo, en alguno de esos programas televisivos con cara llorosa y dolorida buscando a tu vástago. Yo estaba ahí para asegurarme de que eso nunca ocurriera.
Porque, y que Dios me perdone, no tenia ningún deseo de ser buena con vos. Quería cobrarme cada una de las lágrimas vertidas porque realmente no poseo pasta de heroína de novela o película, de ésas que lo soportan todo y no contestan los golpes. Soy simplemente una mujer de carne y hueso, soy real, estoy llena de miedos, de desesperanzas... y de furia. ¿No es cierto que suena mal? ¿No te hubiera gustado que me quedara oculta y llorosa en un rincón, dejando que todos me tuvieran lástima? ¿Masticando que mi padre olvidara que un día yo fui su mejor esperanza y ahora soy su peor decepción? ¿Y que el resto de la familia se avergonzara de tener una madre soltera en la familia? Todo eso me dolió. Vaya que me dolió. Vaya que me lastimó. Tu engaño, tu abandono, la decepción propia y la de los míos... Por eso no tenía ningún deseo de ser piadosa con vos. Absolutamente ninguno. Con cualquiera, con el último perro de la calle. Pero no con vos. ¿Acaso te merecías piedad? Claro que no te merecías nada.
Por eso saqué la pistola del bolsillo de mi abrigo y te la puse en medio de la frente. Fue todo un espectáculo el ver cómo la sangre se retiraba de tu rostro y cómo tus ojos se dilataban de asombro y terror. Escuchar cómo tratabas de articular palabra y no te salía otra cosa más que gorgoritos, me dio un malsano placer. Si hasta casi pude percibir el hedor de tus calzoncillos, Ramiro...
-No... no lo hagas...- lograste gemir al fin.
Qué cosa son los culpables, ¿no? Piden la misericordia que no se han molestado en tener con sus víctimas. Reclaman la piedad después que han gozado con su crimen a sangre fría. Claman a los demás tratando de salvar sus vidas indignas y miserables. En nombre de la piedad humana que súbitamente, recuerdan que existe.
Pero es una trampa, claro. Porque en realidad no se arrepienten de nada. Es sólo la voz del instinto la que los hace clamar por sus existencias. Quieren seguir usando la credulidad de los demás para continuar burlándose y burlándose...
Es así, Ramiro. Las víctimas lo sabemos bien. Y ustedes, los culpables lo saben aun mejor que nosotros.
-Estás muerto.- susurré. Y apreté el gatillo de la pistola cuya boca estaba posada en tu frente.
Todavía recuerdo el ruido metálico que hizo el percutor al golpear en seco. Todavía recuerdo cómo caíste de rodillas, sollozando, muerto de miedo. Me alegro. Que el Cielo me perdone. Me alegro ver a un culpable padeciendo unos momentos del infierno que le esperaba en la otra vida.
No había comprado esa arma ni te había buscado durante tres meses para ser buena con vos...
-Nunca vuelvas a buscarme... a cruzarte en mi camino... o va a haber una bala de verdad en esta pistola...- murmuré, segura de que vos me oías perfectamente pese a tu terror. Y luego me fui.
Acabo de matar a Ramiro, ya les dije. Bastó con apretar el gatillo una sola vez... Bueno, quizás esto no es del todo exacto.
Ya estaba muerto para mí después de aquella última noche de luna de primavera...

Armando Fernández (c) 2008

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