martes, 4 de mayo de 2010

Cuento: Estación Suburbana


La pequeña y sucia estación suburbana apareció ante los ojos de Ireneo Moyano con las últimas luces del día.
Percibió el entrechocar de vagones del tren que, aminorando paulatinamente la marcha, llegaba a detenerse finalmente. Una mujer gorda que estaba sentada frente a él se levantó, cruzó el pasillo y descendió. Había pocos pasajeros en el vagón.
Moyano examinó los asientos rotos, escritos, desgajados. Miró el suelo y vio una ostentosa y oscura cucaracha reluciente que cruzaba muy oronda el pasillo. Se preguntó vagamente qué haría esa cucaracha ahí.
"Vivir"-Se respondió, “todos los seres hacen eso”. Hasta gente como el propio Moyano. En eso la cucaracha y él no se diferenciaban mucho, tampoco en el hecho de que algún inadvertido pasajero podía pisarla y convertirla en puré.
A Moyano también podían "pisarlo", aunque no exactamente en el sentido literal. Dio otro vistazo distraído al periódico que yacía sobre sus rodillas. Nuevamente el titular en negras letras atrapó su atención:
"Asesinan a Alfonso Borghi".
Sonrió para sus adentros. El conocía esa primicia antes que cualquier diario, incluso antes que la policía y antes que el portero, que según decían, había descubierto el cadáver de Borghi navegando en los mares de su propia sangre.
Los macabros detalles mencionados en la nota policial, hablaban de que parte de la masa encefálica de la víctima había quedado estampada contra la pared.
Moyano sabía que no exageraban en lo más mínimo...
Una calibre cuarenta y cinco hace estragos. Le había volado la cabeza a ese grandísimo hijo de puta y ahora la muerte de Borghi estaba en los diarios, los noticiarios de la televisión y la radio.


Es que Borghi era un tipo importante. Estaba metido en la política, en el mundo empresarial y era habitual de la noche porteña. Las mejores hembras de la noche se lo disputaban. Tenía pinta de galán y una billetera que parecía una cornucopia (el cuerno de la abundancia) porque no acababa nunca de tirar guita.
Bueno, ya no lucía como un galán. Ahora era un guiñapo ensangrentado, con una etiqueta colgando del dedo de su pie derecho, acostado en una bandeja de la morgue judicial. “No hay caso”, reflexionaba Moyano. “El hombre está destinado fatalmente a ser comida de gusanos. Víene de la nada y vuelve a la nada. Puede farolear esos "cuatro días locos" que, alguien en alguna parte le concede, pero cuando el piolín se corta... adiós, muchachos”.


Moyano consultó el reloj. Las siete y diez y la negrura nocturna ganaba espacio con rapidez. Cayó en la cuenta que el tren no había vuelto a reiniciar la marcha y vio que algunos de los pocos pasajeros dialogaban entre sí comentando la demora.
Miró por la ventanilla y súbitamente le pareció estar en un sitio conocido. Sabía que no era así, que nunca se había apeado en esa estación, pero el sitio le recordaba algún lugar de su infancia.
Porque los asesinos también alguna vez tuvieron infancia. ¿O alguien se cree que nacieron con un arma en la mano y que en vez de pedir la teta pidieron "la bolsa o la vída"?
Súbitamente Moyano experimentó una sensación agradable. La plataforma semivacía de la vieja estación suburbana no le pareció tan lóbrega, tan inhóspita...
Tal vez era que estaba cansado de escapar. Y eso que hacía menos de veinticuatro horas que escapaba.
Cerró los ojos, un gusto agrio le subió a la boca. Buscó un cigarrillo y al no encontrar el paquete recordó que lo había estrujado un rato antes y tirado por la ventanilla, ya vacío. La necesidad de fumar lo aguijoneó. El hombre siempre es esclavo de algún vicio. El juego, el alcohol, la droga, el "faso", las minas. Moyano no estaba seguro de si esto último fuera un vicio pero si lo era, bienvenido.
Entonces descubrió el pequeño quiosco abierto, encendido como una luciérnaga en la semioscuridad de la estación. Seguro que ahí había cigarrillos. Se levantó y el periódico se cayó al piso. No se molestó en recogerlo. Fue hasta la salida del vagón y descendió. Cuando sus pies pisaron el pequeño andén, Moyano escuchó el pitazo del guardia y el ronco rugir de la máquina diésel que se preparaba a reanudar camino.
Le agarró como un cansancio... ¡Que se fuera a la mierda ese maldito tren! Y se quedó parado, mientras el convoy comenzaba a moverse como un entrecortado gusano, hacía la noche salpicada de luces que esperaba más allá.
Se quedó mirando, hasta que el tren se perdió tras un recodo.
El quiosquero comenzaba a cerrar su pequeño boliche y Moyano llegó hasta él.
- Negros con filtro -Pidió y extendió un billete.
Después, Moyano fue y tomó asiento en uno de los bancos de la estación. Rasgó el paquete y se llevó a los labios un cigarrillo. Lo encendió con placer. Un pequeño placer que podía darse y que obviamente contribuiría a echar más nicotina a sus castigados pulmones.
Fumó en pitadas largas contemplando lo que le rodeaba. El anciano del quiosco se marchaba cansinamente por el andén, rumbo a la barrera. Moyano no tenía prisa.
De golpe se le ocurrió pensar que seguir corriendo era una tontería.
Se sintió como un hámster que había visto en una veterinaria hacía poco, disparando dentro de una jaulita circular que giraba y giraba como una pequeña vuelta al mundo. No iba a ser tan pelotudo como ese ratoncito de largos mostachos que corría y corría despavorido para no llegar a ninguna parte... ¡Qué joder!
Un hombre solo, sentado en la silenciosa quietud de una estación suburbana, fumando un cigarrillo. Invisible para el mundo.
¿Acaso no era la mejor manera de escapar?
Quedarse quieto. No moverse, mostrarse aburrido y apacible. Interpretar el papel de un tipo común, quizás un desempleado, un solitario y no el del asesino por encargo que realmente era.
Borghi no era el primer tipo que había envíado a la "platea alta", probablemente tampoco sería el último. Lo relativo a su oficio era sencillo: Si alguién le tenía bronca a otro por los motivos más variados, lo quería traicionar y asegurarse de no tener represalias, quería vengarse o lo que fuera. Si lograban conectarse con Moyano y pagar el precio requerido, podían dormir tranquilos...
La conciencia de los asesinos es una sustancia adormecida, vaga, sin importancia. Generalmente el asesino no tiene el concepto lógico de humanidad del resto de la gente común. Si no, no sería un asesino, no podría dispararle a la cabeza, acuchillar o estrangular a alguien. No podría meter un cadáver en un pozo con cal viva e irse tranquilo a encamarse con una mujer o cualquier otra actividad normal...
La conciencia de Moyano era eso, una entidad amorfa, inexistente, arrinconada en un rinconcito del alma. A su modo era un monstruo y tal vez estaba vagamente orgulloso de eso.
De lo que sí estaba realmente orgulloso, era de ser un profesional. Cobraba bien pero no fallaba y nunca se ataba a nadie. Era como esos lobos solitarios que se apartan de la manada, porque secretamente desprecian al resto de sus congéneres.
Apareció un chico. Tenía las zapatillas rotas y mirada huidiza. Un hijo de nadie. ¿Dónde estarían los padres de aquel pibe?
Moyano imaginó a un tipo en curda y alguna pobre mujer cargada de hijos, dentro de una casilla de chapas. No le fue difícil imaginarlo. Así había sido su infancia. Las borracheras de su viejo y las palizas que su pobre madre se comía.
Y la furia y el rencor creciendo, como una plantita agazapada en el carozo de su infancia triste y miserable.
Y aquella vez que pretendió defender a su pobre vieja de la paliza habitual del ebrio y su progenitor le rompió el tabique nasal de una trompada. Le había quedado nariz de boxeador, ancha, bulbosa. Viendo venir al pibe, se reconoció en él.
 Moyano pibe, solía vagar por las estaciones suburbanas, robando a los borrachos o aprovechando el descuido de alguno para arrebatarle el bolso y salir rajando...
Como salió rajando aquella noche de la casilla en que vivía con sus cuatro hermanitos para no volver nunca más. Bueno, eso no era totalmente cierto. Volvíó una vez... cuando tenía diecisiete años y acababa de salir de un correccional...
Volvió para encontrar al viejo más viejo y más borracho que nunca.
No había nadie en la casilla. Ni su madre ni sus hermanos. Un vecino le dijo que hacía unos meses que su viejo vivía solo.
El viejo roncaba como un cerdo, eructando vino barato entre sueños y la covacha apestaba como siempre. Ahí lo tenía indefenso, a su merced. Descubrió un bidón con querosene y casi sin pensarlo roció aquel cuerpo sudoroso, que respiraba entrecortadamente en la lobreguez de la casucha.
Sacó el paquete de fósforos de su bolsillo y tomó uno de los palillos. Un solo chispazo, una llamarada y su viejo iba a entrar en el infierno con todos los honores.
Nunca supo bien qué lo detuvo...
Tiró la caja de fósforos, la pisoteó con furia en el suelo de tierra y se fue, puteando.
Ese, estaba seguro, fue el último acto de piedad que tuvo para con la especie humana...
-¿Me da una moneda, don?
El chico tenía un moco que le salía de la nariz y que bajaba y subía cuando el órgano nasal inspiraba. Era un moco amarillento, como pus.
Moyano lo vio claramente a la luz mortecina que iluminaba el andén.
También tenía dientes de conejo, largos, incisivos... como los de una pequeña rata al acecho.
Moyano metió su mano en el saco, extrajo la billetera y le alcanzó un billete de cien pesos. El pibe lo miró maravillado y después parpadeó.
Es que también había advertido la soberbia cuarenta y cinco calzada en su sobaquera, aguardando, fría, metálica y lustrosa.
-Tomá... -Le dijo Moyano.
No sabía bien por qué hacía lo que hacía. No sabía por qué estaba sentado en esa estación suburbana y mugrienta; ni por qué le daba lo que le daba, a ese pibe rotoso, hambriento y vagabundo.
A lo mejor; porque muy en el fondo de su alma, todavía le quedaba un poquito de misericordia.
A lo mejor; porque no se lo estaba dando a ese pibe. A lo mejor se lo estaba dando a él mismo, a su infancia pasada, también hambrienta y miserable, plagada de golpes y llantos maternos.
El pibe le manoteó los cien y se fue rapidito, como una sombrita veloz hacia la oscuridad al final del andén.
Otro tren venía en sentido contrario. Un terrible gusano oscuro, rugiente y salpicado de luces. Se detuvo rechinando como un toro furioso un minuto en la estación, algunos descendieron y el tren siguió camino. El pitazo perforó los oídos de Moyano que encendió un segundo cigarrillo.
Ahora se estaba levantando un poco de frío, pero Moyano sentía la tibieza del banco de madera y la sensación de estar en un sitio agradable lo seguía manteniendo allí.
Se estaba poniendo viejo, pensó.
Tenía cuarenta y dos y se sentía viejo. Un verdugo envejece más rápido que la gente normal. En las muertes que ejecuta percibe, como ninguno, que su propia vida se achica. Nadie mejor que un verdugo comprende lo breve y fútil de la existencia.
No tenía hambre, ni sueño ni nada. Quería estar solo sentado en el limbo de esa estación suburbana, cuyo nombre ni se había molestado en averiguar.
No sabía por qué pero estar allí, era como si recuperara un poquitito de su infancia, esa infancia en la que no había nada bueno para recordar, a excepción del rostro de su madre.
Moyano descubrió en esos instantes que siempre le habían le había gustado las estaciones. Esos lugares en que la gente siempre está de paso. En las que nadie se detiene demasiado, a excepción de los vagabundos sin hogar que duermen transitoriamente en ellas.
Es que Moyano también era un vagabundo sin hogar.
Un tipo que no había echado raíces ni se había ligado a ninguna mujer. Para esas cosas hay que sentir amor y Moyano podía sentir hambre, ganas de defecar, de coger, de fumar... pero de amor, ni noticias.
No le había regalado cien mangos (¡cien mangos!) a ese pibe por amor. No, nada de eso. No sabía bien por qué lo había hecho, pero estaba seguro de que no era por amor.
"Esta noche la voy a pasar sentado en este banco", pensó. “Mientras la cana y los socios de Borghi buscan y requetebuscan a quien lo despachó, yo voy a estar aquí, sentado como un croto". El pensamiento le hizo reírse suavemente como si se tratara del mejor chiste del mundo.
Esa estación suburbana se le antojaba el perfecto lugar para pasar oculto y desapercibido al resto del mundo.
Y entonces, algo le hizo naufragar la sonrisa.
Dos policías venían por el andén. Y no venían solos...
Traían al pibe del brazo. Moyano sintió que se le secaba la lengua y los músculos se le tensaban, como cuerdas de violín.
El tigre que habitaba dentro de él acababa de despertar. La fiera olía el peligro.
¿Por qué traían al pibito del brazo y venían directo hasta él?
Optó por hacerse el distraído. Podía ser perfectamente un pasajero que esperaba el próximo  tren. Los canas pasarían a su lado, llevando detenido al pibe y todo seguiría en paz.
Pero los dos uniformados se detuvieron ante él.
- Buenas noches, señor -Dijo uno que tenía bigotes y jinetas de sargento mientras el otro no soltaba al pibe.
- Buenas noches -Replicó suavemente Moyano.
- Atrapamos a este pendejo a la salida del andén... Le revisamos los bolsillos y le encontramos cien pesos. El dice que usted se los dio... ¿Es eso cierto?
El sargento lo miraba con ojos extraños. Moyano estaba bien vestido e inspiraba cierto respeto.
Los ojos del pibe despavoridos, se cruzaron con los de Moyano. Había todo un mundo de terror en ellos...
Moyano reflexionó un instante. No le podía decir que sí a los canas... La siguiente y lógica pregunta sería "¿Por qué le dio ese dinero al chico?" o "¿De dónde sacó ese dinero?".
- No, sargento. Claro que no... -Murmuró.
- Ya sabía yo... Y vos, mocoso... ahora vas derechito al juez de menores... -El pibe largó un gemido cuando el otro uniformado le clavó los dedos en el brazo.
- ¡Él tiene un arma! -Gritó el pibe.
No podía comprender los motivos de Moyano y devolvía su traición. Pagaba su mentira con una verdad.
- ¿Qué decís...? -Preguntó el sargento.
- ¡Este coso es un mentiroso! ¡Me dio la guita y tiene un arma! -Volvió a gritar el pibe.
El sargento giró hacia Moyano.
- Sus documentos, por favor... -Dijo secamente.
Moyano metió la mano dentro del saco. Pero ya estaba jugado. No sacó la billetera. En cambio, la cuarenta y cinco brotó bajo la luz del andén, como una prolongación de su mano.
Disparó a quemarropa sobre el sargento y lo vio caer con una expresión de sorpresa. El chico dio un grito, mientras el otro uniformado extraía su reglamentaria.
Moyano cambió el ángulo de tiro para acribillarlo y en ese instante el pibe se cruzó ante la boca de su arma. Moyano vio los ojos dilatados de terror de la criatura...
Y no gatilló, porque habría reventado al chico de hacerlo.
El que sí disparó fue el segundo policía y Moyano sintió el impacto quemante del proyectil en su cuello. Un remolino de sangre saltó como surgente mientras trastabillaba y caía.
Un segundo disparo lo alcanzó en el hombro, pero para ese entonces, ya estaba terminado...


El uniformado auxiliaba a su compañero y el pibe lloraba de puro miedo. Moyano, tendido en un lago de sangre hizo esfuerzos por decir algo... y no pudo.
Tuvo un último, fugaz pensamiento...
¡Que mal negocio era tener piedad...!
Pero no podía disparar contra ese pibe... hacerlo era disparar contra sí mismo, contra su infancia desventurada.
Se murió enseguida y el solitario andén suburbano se llenó pronto de gente, de policías, médicos y enfermeros, el silencio nocturno se astilló con el alarido de las sirenas.
Después de todo, los verdugos también mueren.

Ilustraciones Castro Rodríguez

(c) Armando Fernández

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