viernes, 25 de junio de 2010

Cuento policial "El Aliento del Diablo" del libro Secuestro Express, Editorial De los Cuatro Vientos




Vilma estaba en la cama, descansando como una gata perezosa. De tanto en tanto se acariciaba los pechos y le sonreía. Después, dejaba que su mano bajara hasta su pubis y con la uña del índice se rozaba los labios de la vulva.


¡Qué mina ésta!. Hacía un rato había tenido de todo y por todos lados y ahora quería más.

-Vení... -Vilma sacó su lengua rosada y se la pasó por los labios. Más que nunca parecía una gata.

-Siempre lo dije. Tenés la "fiebre", ¿no?

Vilma seguía mostrándole la lengua y acariciándose el clítoris. En sus ojos brillaba el deseo. El más primario y bajo de todos los deseos. Vilma no tenía ninguna clase de control cuando estaba en la cama con un tipo. Solía exprimirlo hasta la última gota. Era una puta de alma. No una prostituta, una puta con todas las letras, y estaba orgullosa de serlo.

-Vení... -repitió suavemente.

-No -dijo Medardo Sosa-. Me tengo que ir... -agregó mientras se abotonaba la camisa. Por el rabillo del ojo vio una expresión de fastidio de ella. Tenía las cejas enarcadas pero no cesaba de masajearse el clítoris con su índice.

El hombre se puso el saco. Luego recogió el arma de la mesita de luz.

-Chau. Vuelvo mañana... -dijo.

Entonces ella metió la mano entre sus piernas y lo aferró de los testículos. Sosa dio un involuntario gemido.

-Todavía no, papito... -dijo ella, mientras le desabrochaba la bragueta y con su diestra exploraba hasta encontrarle el fláccido pene y sacárselo afuera.

-Pará, loca... -gruñó él.

Pero ya era tarde, los carnosos y húmedos labios de Vilma comenzaban a succionar ávidamente su miembro viril. Era una caricia tan suave, tan experta... La sensación de terciopelo arrullando su glande era tal que Sosa se abandonó. Entrecerró los ojos mientras una oleada de éxtasis crecía dentro suyo. Vilma era como una animal agazapado, bebiéndolo.

Medardo sintió la tibieza de su semen invadiendo la boca de ella, llenando las galerías de su garganta. Ella se desesperaba y bebía aquella humedad con deleite.

Cuando retiró su boca, Sosa sintió que sus piernas le flaqueaban. Y Sosa no era ningún debilucho. Tenía noventa y cinco kilos bien distribuidos en su cuerpo fibroso y elástico.

-Puta de mierda... -silabeó empujando su frente. La cabeza de ella cayó sobre la almohada. Sonreía. Sosa supo que estaba tragándose su líquido. Degustándolo como quién saborea el mejor de los manjares.

Fue al baño y se higienizó. Se cerró la bragueta y calzó la pistola en el cinto.

-Volvé pronto, papito... -dijo ella mientras se relamía.

-No tan pronto... si te dejo, vas a terminar haciéndome de goma... -tartajeó y salió del departamento.

Cuando llegó a la calle, un viento silbón gemía en el atardecer.





El Cholo estaba trabajando con el soplete cuando Medardo Sosa entró al taller. Las llamas viboreaban en la máscara protectora que el otro tenía puesta en el rostro. El Cholo estaba tan abstraído en la soldadura que no lo oyó llegar. Cuando Sosa le tocó el hombro dio un respingo.

-¿Qué hacés? -El Cholo cerró el soplete y se quitó la máscara. Sonreía. Al Cholo le faltaba un diente y ese cuadrado oscuro era como una ventanita a lo desconocido. El Cholo era larguirucho y menudo. Tenía algo de araña. Lo más característico de su cara eran sus ojos. Dos globos saltones a lo Peter Lorre.

-Me vine a despedir -dijo Sosa mientras sacaba del bolsillo de su saco un cilindro negro y brillante.

-¿A dónde te vas? -el Cholo lo miró extrañado.

-Yo no me voy. Vos sos el que te vas... -mientras hablaba, rapidísimo, Sosa había extraído la automática, calzándole el silenciador.

¡Pof! El taponazo fue como un pedo seco. Uno de esos pedos que no hacen historia. Pero este pedo no tenía hedor a material fecal y sí bullía de hedor a pólvora. El Cholo lucía ahora un tercer ojo en la frente. Y sus dos ojos naturales miraban aún más desorbitados que nunca.

Se derrumbó como un muñeco de humo. Una de sus manos alcanzó a manotear a Sosa y se deslizó apretujada como una garra por el pantalón de su verdugo.

-Porquería... -dijo Sosa y lo escupió. El Cholo había quedado de bruces y su cabeza comenzaba a convertirse en un lago de sangre.

Sosa apuntó a la nuca y disparó por segunda vez. La cabeza del Cholo se sacudió como si un último espasmo de vida lo electrizara.

-Porquería -repitió Sosa mientras desenrollaba el silenciador y guardaba la "pesada" en su cintura.

Se fue silbando bajito. Salió del taller mecánico por la boca abierta de la persiana y se perdió en la noche.





La calva de Ballesteros siempre había brillado. Era como si se la frotara con aceite o crema de manos. Ballesteros era gordo, de ojillos de rata y labios sensuales. Vestía siempre ropa cara. "No hay nada más deplorable que un delincuente mal vestido", solía decir. Y el gordo era eso, un delincuente. Un especialista en "salideras" de bancos. Claro que la plata no le duraba. Le gustaba visitar Palermo y el Central en Mar del Plata (en temporada y fuera de ella). Y de hembras, ni hablar. El gordo había cabalgado sobre las mejores putas de Buenos Aires. Muchas de ellas, de las que figuraban en los catálogos de los hoteles de primera línea de la Reina del Plata.

Estaba plantado en una parada brava en aquella mesa de póker. El humo de los cigarrillos emponzoñaba el ambiente y dos de los jugadores se habían ido al mazo. Pero quedaba uno que le estaba haciendo fuerza y el gordo comenzaba a sudar la gota ídem.

En eso estaba cuando Medardo Sosa llegó al departamento donde se jugaba. Sosa era conocido del dueño de casa, el pecoso Britos. Al verlo por la mirilla y reconocerlo, lo había dejado entrar inmediatamente.

-Sí, el gordo está en la otra habitación... -dijo Britos ante su pregunta.

-¿Puedo pasar? No digas nada. Es una sorpresa... -murmuró Sosa.

-Seguro. Yo te voy a buscar un trago... Es siempre bueno volver a ver a un amigo como vos. Muy duros estos cinco años en Devoto, ¿no?

-Muy duros... -asintió Sosa.

Entró. El gordo le estaba dando la espalda. Sosa volvió a calzar el silenciador en la pistola.

El gordo transpiraba. Acababa de poner sus cartas en la mesa. Full de ases.

-Ganaste -dijo el otro, con algo de bronca.

El gordo sonrió. Fue su último triunfo en esta vida.

El proyectil le abrió la nuca de cuajo y la deflagración le quemó el poco cuero cabelludo que tenía. Su cabeza cayó y dio de bruces sobre la mesa. Quedó oliendo el dinero y las cartas que habían estado orejeando un ratito antes.

Los otros tres tipos miraron despavoridos a Sosa.

-Era una porquería -dijo Sosa a modo de explicación. Desenrolló el silenciador y guardó éste y la pistola.

Y se fue. Ahora el hedor de pólvora mezclado al humo de los cigarrillos hacían más irrespirable aquella mesa de juego.





Alessandri era una ruina. Daba pena verlo, ojeroso, de labios morados. Pero el pucho no se le caía de esos labios. Fumaba dos paquetes por día y a veces más. Era fanático el hombre. Y de los entusiastas. Estaba sentado en un rincón oscuro del bar frente a una botella de ginebra. La ginebra era otra contribución más a su exterminio y eso Alessandri lo tenía claro. Pero la corriente se lo llevaba y él no pensaba hacer muchos esfuerzos para revertir la situación. Estaba entregado, demolido. Y había sido el mejor ladrón de cajas fuertes hacía una década. "Dedos de seda", le decían los de la "yuta".

Y ahora, le temblaba la mano al servirse otro poco más de ginebra.

Hubo un vientecillo cuando la puerta mugrosa del bar se abrió. Se coló una sombra. Alessandri se estaba raspando la garganta con la ginebra cuando la sombra se detuvo ante él.

Alessandri apuró los últimos sorbos y miró hacía arriba. Medardo Sosa le sonreía desde lo alto. Una sonrisa cansada, desteñida.

-Medardo... -murmuró el viejo ladrón.

-¿Me puedo sentar? -preguntó el recién llegado.

-Claro. ¿Qué querés tomar?

-Nada. Sólo me voy a quedar un minuto...

-Qué alegría me da verte...

Sosa sonreía.

-Estoy hecho una piltrafa, ¿no? Y bueno... -Alessandri se encogió de hombros. Se estaba llevando otra vez el vaso a la boca cuando el primer disparo lo alcanzó en el estómago.

Hubo un segundo tiro, por debajo de la mesa. Sosa había preparado su maquinita mortal con rapidez y sin dejar de sonreír.

Nadie oyó los taponazos confundidos con el rumor de los escapes de los automóviles que llegaban de la calle.

-¿Por... qué...? -El viejo ladrón balbuceó la pregunta con esfuerzo. Seguro que había imaginado una muerte más lenta, con los pulmones comidos por el cáncer o la cirrosis fagocitándole el hígado. No así. Bueno, al menos era mucho más rápido y piadoso.

-¿No lo sabés...? -preguntó Sosa.

El otro boqueó, hizo un esfuerza enorme, postrero para hablar, pero no pudo. También él dio con su cara de bruces y ahí quedó inmóvil, con esa inmovilidad que sólo pueden tener los muertos.

Sosa se levantó y se fue. Cuando salía oyó que el mozo se ponía a gritar desaforadamente. Se metió en un taxi que pasaba y se hizo perdiz...





Vilma, que estaba montada sobre él, cesó de cabalgarlo y se quedó tiesa.

-¿Que hiciste qué? -dijo sin poder creer lo que había oído.

-Los maté a los tres. Al Cholo, a Ballesteros y a Alessandri. Los tres hijos de puta están muertos. Ya deben estar largando olor, supongo...

-¿Estás loco? ¿Por qué...? ¿Qué te hicieron?

-¿Y justamente vos me lo preguntás? -Vilma quiso desmontarse, pero él la aferró del brazo y no la dejó. Vilma respiraba entrecortadamente y sus magníficas tetas subían y bajaban. Su sexo estaba húmedo y Medardo Sosa sentía esa humedad mojando su pene.

-No sé... de qué hablás... -dijo ella, muy por lo bajo.

-De mis cinco años en cana, Vilma. De que uno de ellos me vendió, no sé cuál, pero no importa. Uno me vendió. Y éramos amigos. Yo pude haberlos delatado también. Pero no lo hice y pagué el pato por aquel robo a la joyería, ¿te acordás?

Ella asintió. Estaba lívida.

-No dejés que se me caiga el aparato, nena... -demandó él. Ella volvió a moverse, acompasada, expertamente. Sus pechos iban y venían.

-Te estás preguntando por qué maté a los tres si uno me vendió, ¿no es cierto?

Ella asintió, mordiéndose los labios, sin dejar de hamacarse.

-Porque los tres te montaron, Vilma; mientras yo me tenía que cuidar el culo allá en Devoto. Los tres te gozaron a vos, mi esposa. Y decían ser mis amigos. Yo nunca le haría una cosa así a un amigo. Habiendo tantas hembras por ahí, ¿cómo le haría eso a un amigo? Eso es reírse, desvalorizar a ese amigo, es pisarlo... Seguí, Vilma. No te vayas a parar ahora...

-Medardo... perdonáme. ¿Me vas a perdonar...? Cinco años es mucho... ¿Cómo querés que me aguantara? -Vilma estaba a un paso del llanto.

-Para vos también corre la regla... habiendo tantos machos por ahí... ¿tenías que encamarte con mis amigos...? Vos también te reíste de mí, me desvalorizaste... ¿Acaso creías que no me iba a enterar porque estaba preso?

Vilma estaba lagrimeando pero no se atrevía a dejar de hamacarse.

-¿Qué... qué me vas a hacer?

-Vos lo sabés, Vilma. Pero lo voy a hacer después que acabe"...

-Te amo, Medardo. Te adoro... -sollozó ella y seguía empujando con desesperación.

Entonces Medardo acabó y ella sintió la descarga de su sexo. Vilma tuvo un espasmo de terror y se apartó del hombre.

En ese momento hubo golpes en la puerta. Y una voz perentoria se dejó oír.

-¡Policía! ¡Abran! -gritaba alguien del otro lado de la puerta.

-¡Socorro! -La voz de Vilma fue un miserable aullido. Desnuda, magnífica, corrió hacia la puerta.

La mano de Medardo voló rumbo la mesita de luz donde estaba la automática. Esta vez no tenía calzado el silenciador. Ni falta hacía.

Los dos primeros balazos explotaron dentro de la habitación. Penetraron en la espalda de la mujer y la tumbaron de un soplido.

Más gritos del otro lado de la puerta. Medardo sabía que iban a venir. Pero quizás pensó que no vendrían tan rápido. La cosa es que aquí estaban.

Un patadón abrió la puerta. Un "itakazo" reventó como un trueno.

Medardo sintió que una fuerza devastadora lo arrojaba contra el espejo. Pero no soltó la pistola. Volvió a disparar dos veces más y un cuerpo uniformado se dislocó ante él.

El aliento del diablo le respiró en la cara. Supo que la boca del infierno se abría para él. Se levantó, trastabillando. Su brazo izquierdo casi no existía, era un colgajo miserable, sangriento y ennegrecido.

Todavía disparó una vez más. Nunca supo si había acertado. Una lluvia de proyectiles lo arrasó y ya estaba muerto cuando su nuca dio, secamente, contra el piso.

Se hizo un silencio espeso. El humo de la pólvora impregnaba la habitación.

Uno de los policías, el que comandaba el grupo observó en silencio el cuerpo de su subalterno y los otros dos cadáveres desnudos que yacían inmóviles. Se detuvo pensativo un instante en la visión de la destruida belleza de la hembra que yacía a sus pies.

-Maldito perro rabioso... -murmuró con furia.





FIN
 
 
(c) Armando S. Fernández

2 comentarios:

Luis eduardo dijo...

muy bueno, esta excelente

Anónimo dijo...

Como se llama el dibujante?

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