martes, 3 de julio de 2007

La novela del mes: Hija de la noche

CAPITULO PRIMERO

I



Maia se llevó a los labios la taza de té. Lo bebió despacio, paladeándolo, tranquila en su certeza de que la mayoría de los hombres que estaban en aquella confitería de la avenida Santa Fe la contemplaban al menos, de reojo. Porque Maia tenía "eso" que atrae a los hombres. No la simple belleza física, no un rostro perfecto, pero vacío como a menudo suele verse.
No. Lo de Maia era especial. Toda ella era especial. Tal vez eran sus ojos negros, tal vez era su boca roja, pimpante como una flor. Tal vez eran los hoyuelos que se formaban en sus mejillas cuando sonreía. Tal vez era la combinación de todo eso y algo más. Algo indefinible, imprecisable, como la materia de que están hechos los sueños...
Hasta Vanessa, que también era una muñeca de lujo, podía darse cuenta de eso, y si no la envidiaba, era por una simple razón: eran mortalmente amigas...
- Sabés que el hijo de perra me abandonó... -Vanessa revolvía su café con la cucharita mordisqueando las palabras como un perro que se ensaña con un pobre hueso ya acribillado a dentelladas.
- Vos fuiste la tonta... te lo previne. Vos te la creíste, Van... y de los hombres lo único que podés sacar es su dinero... -Maia la miraba con un poco de pena.
- Pero Esteban dijo... -Vanessa no encontraba consuelo. ¿Qué consuelo hay cuando una ilusión se muere? ¿Las lágrimas? Las lágrimas son estúpidas y estériles, como las flores que se ponen sobre una tumba.
- Esteban era un canalla... -La voz de Maia era un látigo pegándole en los oídos.
- Ya lo sé. Me lo previniste... pero yo creí, yo soñé... ¿Acaso no tengo derecho a soñar?
Vanessa tenía ojos tristes. Azules pero fatídicamente tristes. Como las pupilas de esos perros apaleados, maltratados.
- No. No tenés derecho. Como tampoco lo tengo yo. -La voz de Maia era implacable, como esas sentencias que dicta un juez duro e incorruptible.
- ¿Por qué? ¿Acaso no somos mujeres...? -Había algo de súplica en la voz de Vanessa. Pobre Vanessa, si sus admiradores la vieran ahora, seguro que reirían como locos.
- No. Tenemos forma de mujeres, pero somos objetos, Van. OBJETOS. ¿No lo entendés?
- Yo...
- ¿Acaso nuestro trabajo no es ponernos en una especie de vidriera y ser admiradas y deseadas? ¿No pagan los hombres por eso? No cometas la estupidez de volver a darle nada gratis a un hombre... -Maia sorbió los últimos tragos de té.
- Algún día te vas a enamorar, vos también...
Maia se rió despacio. Y era tan embrujadora a hacerlo, tan infinitamente cruel, que Vanessa tuvo un repentino escalofrío.
- El amor no existe... -murmuró muy por lo bajo-. ¿Le llamás amor a la calentura que un tipo pueda agarrarse con vos o viceversa? Si es así, retiro lo dicho. Entonces el amor existe. Toda la gente de Buenos Aires se ama. No hay tipos desesperados ni minas llorosas. Todos son tan felices que da asco verlos.
- No, Maia... el amor es...
- La confusión de los imbéciles, eso es el amor. Pero si querés volver a creer en otro vendedor de ilusiones, allá vos. Te prometo que como siempre, voy a estar a tu lado para recoger tus pedazos...
- Sos cruel...
Maia alzó un poco la mirada y le clavó sus profundos ojos negros.
- Ésa es la condición esencial para sobrevivir... -le dijo con sequedad.


II



Mauro Achával estaba ensimismado, mirando el pozo de negrura de su café, ajeno a la gente que murmuraba dentro de la confitería, indiferente a los transeúntes que pasaban junto a la vidriera. A los ruidos de la calle, al mundo que lo rodeaba. Es que cuando un hombre se pone a pensar en sí mismo, se aísla. Se siente como un trozo de tierra flotante en medio de un océano desconocido.
“Tengo cuarenta y cinco años”, pensaba. “Un próspero estudio de abogacía, una casa señorial en Palermo Viejo. Un coche último modelo, buen dinero y recorrí unos trozos de mundo...”
Aquí le nacía un lapsus entre los recuerdos. “¿Y qué no tengo?”
“No tengo hijos a pesar de estar casado con Sofía hace quince años. Y me siento horriblemente solo...”
Mauro peinaba canas y era un tipo terriblemente pintón. Jugaba al tenis y tenía un cuerpo fibroso, elástico, toda la presencia viril que puede volver loca a más de una mujer. De hecho, eso ocurría.
Pero Mauro era cual un barco cuyo timón está roto, como un explorador que no puede guiarse por las estrellas o que ha extraviado su brújula.
Mauro necesitaba enamorarse para poder hacer el amor con una mujer. Ya había pasado la edad del simple placer físico. Buscaba algo más. Pero... ¿qué? Ni él mismo lo sabía. O sí lo sabía.
La verdad estaba incrustada en lo profundo de su ser como una astilla filosa que se mete en la carne, la desgarra, la penetra y se aloja muy, muy adentro, desde donde puede lastimar a gusto.
El Amor.
Mauro había conocido alguna vez el amor. Cuando tenía veinte años y luchaba con sus estudios de abogacía en la UBA.
Esa muchacha perdida en el tiempo, lejana para siempre que a veces se presentaba en sus más oscuros sueños, cuando se revolvía inquieto junto al cuerpo de Sofía, su esposa, en el lecho matrimonial.
Gabriela...
Un hombre puede verse saludable, atractivo por fuera. Y por dentro estar vacío, reseco, como un árbol al que le han quitado la savia vital. Así se sentía Mauro, por lo menos.
Entonces, cuando se disponía a beber el café semifrío, descubrió a las dos muchachas sentadas a su derecha.
Se quedó mirándolas. Ambas eran bonitas. La rubia lo era...
Pero fue la otra la que hizo parpadear a Mauro. Fue al contemplar ese rostro, esos ojos negros de pestañas increíbles lo que hizo que la taza casi se le cayera de las manos. Si esto no sucedió, fue puro milagro.
Fue como haber recibido un mazazo en plena cara. Sintió abruptamente que se le secaba la lengua, que el pulso se le aceleraba. Como si todo no estuviera muerto dentro de él. Como si una onda eléctrica latigueara desde un lugar oculto y recóndito de su espíritu para estremecerlo hasta la misma médula.
Las muchachas se pusieron de pie, tomaron sus carteras y salieron.
La de cabello negro lo miró distraídamente. Como quien mira un florero (sin flores, para colmo) en el centro de una mesa vacía. Pasaron a su lado y salieron, para perderse entre los transeúntes.
Mauro estaba como atornillado a la silla, incapaz de reaccionar. Atontado por un mar de sensaciones que lo embestían con un salvajismo inaudito.
Cuando tiró un billete sobre la mesa y salió a la calle para seguirlas, las muchachas se habían desvanecido.
Se quedó como estúpido entre la gente que pasaba. Como un niño que ha encontrado un sol y en lugar de tomarlo ha dejado que ese sol se marchara.
La angustia le ganó todos los espacios del alma. La astilla clavada en su espíritu se volvió más cruel.
Tuvo el loco impulso de ponerse a dar gritos. Bonito hubiera sido. "El prestigioso abogado Mauro Achával se pone a aullar en plena avenida Santa Fe", diría algún artículo de ese tipo de revistas con chimentos sobre gente de categoría.
Caminó tres cuadras de arriba a abajo buscando a las muchachas pero todo fue inútil. Desolado, tomó el rumbo de su estudio...


III



- Buen día, doctor Achával -Delia, su secretaria, lo recibió con una sonrisa. Pobre Delia, con sus cuarenta y pico a cuestas, soltera y protectora de gatos perdidos. Eficiente como la que más. "Claro, a los solitarios siempre les queda vivir para su trabajo", pensó Mauro. ¿Acaso en cierto modo a él no le pasaba lo mismo?
Delia le dio varias cartas y un par de notificaciones que tomó maquinalmente. Entró a su oficina. Ya la calefacción central estaba encendida y el ambiente climatizado era ideal. Afuera hacía un poco de frío, insinuando el invierno que se venía. Mauro colgó su abrigo en el perchero y buscó sus anteojos. Estaba por leer una de las notificaciones cuando oyó unos golpecitos en su puerta.
- Pase -dijo.
La figura de Fabián Salgado se recortó en el marco de la entrada. A Mauro le agradaba ese muchacho de veintisiete años, hacía poco recibido al que había dado empleo en su estudio. El padre de Fabián había sido un entrañable amigo al que una enfermedad terminal se llevó a mundos mejores hacía tres años.
Le dio empleo al muchacho y éste le pagó con su devoción y fidelidad absolutas. Para Mauro era como un hijo. Ese hijo que Sofía nunca podría darle. Ese consuelo de su vida que nunca tendría.
Pero que una vez había tenido. Que una vez se había gestado en el vientre de Gabriela, la novia que compartía sus mismos sueños en la UBA.
Gabriela estaba muerta... y el bebé posiblemente también. Perdida para siempre. Hacía veintipico de años que Mauro Achával había rozado el sol.
Después llegó la boda con Sofía y comenzaron a aparecer las tinieblas...
- ¿Cómo está, don Mauro?
- Bien, Fabián... ¿y vos?
- Muy bien, gracias. ¿Y su señora?
Mauro pensó en la velada de gala en el teatro Colón el último viernes, en la cena con los Aguirre Peña y en las joyas que destellaban en el cuello y las muñecas de Sofía.
- Bien. ¿Ocurre algo?
- Sí, el caso de la viuda Farías. Hay que comparecer en tribunales. Si lo permite, yo puedo ocuparme...
- Claro. Es lo que te hubiera pedido...
Fabián iba a salir cuando lo detuvo con un ademán.
-¿Sí, don Mauro?
- Te quería hacer una pregunta personal. Pero no estás obligado a contestármela, claro.
- Lo que usted pregunte, yo se lo contestaré, don Mauro. ¿Qué secretos voy a tener para usted? En mi casa, usted está un poquito más abajo de Dios en la devoción de mi madre. De no haberme dado empleo, no habría terminado mis estudios y ambos nos habríamos muerto de hambre...
Mauro sonrió. Se vio a sí mismo en el muchacho. Qué buena madera tenía el pibe. Ojos claros y límpidos. Formaban una terrible dupla jugando al tenis. Fabián era alto, espigado, varonil. Tenía algo de niño que también volvía locas a las del otro sexo. Hasta a Sofía, que no solía gustar de mucha gente, le agradaba el muchacho. Se podía decir que Fabián tenía empatía, que atraía a la gente. Con esas cosas generalmente se nace. Es un don. Algunos lo llaman don de gentes. Fabián lo poseía y lo empleaba a raudales.
- ¿Alguna vez te enamoraste?
Fabián parpadeó. Le devolvió una sonrisa fresca, algo ganadora.
- Me enamoro todos los días, don Mauro. Buenos Aires rebosa de mujeres hermosas...
- No. No hablo de eso...
- Ah, entiendo... No. La verdad es que no -Fabián hizo un gesto negativo con la cabeza.
- No sabés lo que te perdés. Pero ya lo vas a saber... Bueno, andá a tribunales nomás. Y buena suerte.
Fabián lo miró con un signo de desconcierto en los ojos, pero luego reaccionó.
- Hasta luego, don Mauro...
Cuando la puerta se cerró tras el muchacho, todo quedó en silencio. Sólo se oía el suave zumbido de la calefacción.
Mauro Achával se puso a pensar en la muchacha de los atrapantes ojos negros.
Tenía que volver a encontrarla. Tenía que volver a verla.
Había una razón tan buena como increíble para eso.
Se forzó para apartarla de su mente y se puso a trabajar leyendo expedientes...


CAPITULO SEGUNDO



I

- Mauro... ¿estás ahí?
La voz de Sofía llegó como el andar de un gato que viene hacia la presa desprevenida. Mauro sacudió sus pensamientos y se llevó un bocado a los labios.
- De un tiempo a esta parte parecés ausente...
- Tengo mucho trabajo. Preocupaciones no faltan, querida...
- Eso lo sé. Pero algo está pasando entre nosotros...
- No veo que nada en particular esté pasando entre nosotros -Mauro bebió un trago de buen "chablis" deseando poder estar lejos de allí.
- "Nada" es una buena definición -murmuró ella, y había una nota de rencor en la misma voz que había pretendido ser agradable momentos antes.
Mauro evitó la mirada de su esposa. Sofía era una mujer que rozaba los cuarenta, distinguida, no exactamente hermosa, pero sí atractiva. Tenía sus encantos y sabía cómo hacerlos resaltar. Ya había pasado por el cirujano plástico una vez y seguro que no tardaría en repetir la experiencia.
- ¿Ya no me deseás, Mauro...? -El tono volvió a ser conciliador, casi provocativo. Sofía deslizó su mano hacia la de él y la acarició. Trató de envolverlo con una sonrisa.
- Qué cosas decís... Estoy un poco estresado, nada más... -Mauro le devolvió la sonrisa.
Sofía no era ninguna tarada, sabía que los mejores platos que saborea un matrimonio se cocinan en el lecho nupcial.
- Yo te voy a sacar el estrés esta noche, entonces...
Mauro se estremeció. Pero no de placer, ni mucho menos de gozo. Algo se revolvió en su interior casi con furia. Esa furia lo desconcertó. ¿Qué le estaba pasando? Sofía sólo trataba de ser su mujer, su amante.
Pero Mauro sabía que ese efecto se había perdido... o estaba por perderse.
Se sintió un canalla. Más allá de las vanidades de Sofía. Más allá de la ostentación de la que ella solía hacer gala y que secretamente le disgustaba, Mauro se vio como un miserable. No tenía derecho a portarse así. Tenía que poner el mejor de los empeños en el asunto.
Le sonrió.
- Te amo... -le susurró Sofía y le mordisqueó suavemente la oreja.
Para alivio de Mauro y disgusto de Sofía apareció la mucama a retirar el servicio.
- ¿Quiere un café, señor?
- Sí, Juana. Gracias... -Mauro se sintió tranquilo hasta la noche.
Después del café, Sofía lo despidió con un largo beso.
Cuando Mauro salió a la calle rumbo a su estudio se sintió aliviado. Como alguien que escapa de una jaula de oro.
Sólo que él debía volver a esa jaula de oro, pero en ese momento no tenía ganas de pensar en ello.


II

No fue a su estudio.
Cuando entró a aquella confitería de la Avenida Santa Fe sintió un secreto regocijo. Miró detenidamente a todas las mesas...
La buscaba...
Mauro estaba rogando que la muchacha de los ojos negros fuera cliente del local. O al menos esperaba encontrar a la rubia, su compañera.
Se sentó ante una mesa y pidió un café. Junto a la vidriera la gente iba y venia.
Pero "ella" no estaba.
Esperó veinte minutos y después, como un ladrón que huye, se marchó.


III



Esta vez fue peor. Tuvo que leer varias veces un mismo expediente para poder comprenderlo. Disgustado consigo mismo apartó los papeles, se levantó de su asiento y se quedó mirando por la ventana de su despacho de la calle Coronel Díaz.
Lo mismo de siempre. El eterno tráfico de transeúntes y vehículos. Unos trazos de pálido sol rebotando sobre un tejado vecino. La tarde fría e iluminada. Recordó que tenía un paquete de cigarrillos en el cajón de su escritorio. Fue y lo tomó. Encendió uno.
Hacía semanas que no fumaba. Y ahora comenzaba a hacerlo.
Estaba angustiado. Con la peor de las angustias. Esas que no pueden explicarse. Esas que enferman el alma, a las que los médicos suelen llamar "depresiones".
Pero Mauro no era un ser depresivo. Era un individuo vital, tenaz. ¿Sería la crisis de la mediana edad? Tal vez. Tal vez un poco de esto, un poco de lo otro. Como una grieta en el techo, insignificante primero, notable después.
Nada más que esa grieta estaba en su espíritu. Era como haber atravesado el último horizonte. Como si ya no quedaran emociones por vivir. Como haber llegado a la cima de una alta montaña. Magnífico, cuando uno llega a la cima se siente todo un triunfador. Pero cuando descubre que se tiene que quedar a vivir en la cima y en soledad, comienza a darse cuenta que sólo le resta morir.
A menos que encuentre otra montaña, otro desafío, otra ilusión, otro... porqué.
El recuerdo de la muchacha de ojos negros lo aguijoneó en su miserable soledad. Le arrancó un gemido a su alma. Ese gemido del que sabe que jamás volverá a ser joven. Que la primavera de su vida ya se fue y que las mejores ilusiones de esa primavera se perdieron irremisiblemente...
La muchacha...
No sabía lo que le pasaba. No es que la deseara físicamente. Era... era algo tan inexplicable. Tan revulsivo, tan incongruente.
Era como volver a tener veinte años.
Era...
Se quedó helado. Frío, como una estatua de sal...
Allí entre la gente. Junto a la madura señora que paseaba su perrito...
¡Era ella!
Parpadeó. Sus ojos lo engañaban. Los cerró. Cuando volvió a abrirlos la muchacha seguía caminando tras la dama del perrito.
No razonó, lo acometió un impulso ciego. Salió de su oficina, cruzó rápido ante los ojos asombrados de Delia y salió del estudio.
Cuando llegó a la calle no había trazas de la muchacha.


IV



- ¿Ocurre algo, doctor? -Delia le hizo la pregunta mirándolo escudada tras sus anteojos de gruesa armazón cuando Mauro regresó.
- No. Nada. Quédese tranquila, Delia.
Fue y se refugió en su oficina. Respiraba entrecortadamente. Tanto, que debió aflojarse el nudo de la corbata.
"No puede ser ella. Los nervios me jugaron una mala pasada", pensó. Era su forma de tranquilizarse. De negar la realidad. Pero supo que era inútil. Sus ojos no lo habían engañado. Mauro Achával sabía que había vuelto a verla.
Y entonces, fríamente, comenzó a razonar. Coronel Díaz y Santa Fe. Él la había visto por primera vez en una confitería que estaba muy cerca...
Eso quería decir que la muchacha debía vivir o trabajar por allí.
La certeza de ese descubrimiento lo llenó de euforia...


V



El mozo se lo quedó mirando. Conocía a Mauro como vecino de la zona.
- ¿Cómo dijo, doctor?
- Le pregunté si la joven que acabo de describir viene de vez en cuando por aquí...
Mauro acarició el vaso de licor que el otro le había servido. Había un poco de viento en la calle y la gente marchaba arrebujada en sí misma. El invierno ya estaba mostrando los colmillos como un lobo joven.
- ¿Maia? Claro que sí. Y la rubia, su amiga, es Vanessa. Son los nombres que le conozco, por lo menos -murmuró el mozo.
Mauro sintió un escozor.
- ¿Son... chicas de vida fácil?
- Callejeras, lo que se dice callejeras, no. Trabajan en el "Safo"... el "night club" que está a dos cuadras más arriba, por Santa Fe...
- ¿Alternadoras?
- No. Desnudistas... Como Demi Moore en "Striptease", ¿la vio? La mina es infernal, la Demi, digo, pero la película es un bodrio de aquéllos... -agregó el mozo.
- ¿Usted fue a "Safo", alguna vez...?
El mozo le mostró una sonrisa malévola.
- ¿Qué le parece? Claro que sí. Maia es la reina de la noche. Cualquier día de éstos levanta vuelo de ese agujero y se va a lugares de verdadera categoría... O engancha algo bueno y deja que mire uno solo, en lugar de toda la clientela... Permiso, doctor... -dijo el mozo y se fue.
Mauro tuvo ganas de estrujar el vaso o arrojarlo contra la pared.






CAPITULO TERCERO

I

- ¿De modo que tenés que ir a la cena que ofrece el doctor Iribarne? Pero ésa es una contrariedad... Habíamos aceptado la invitación de los Peñalba... -Había una nota de fastidio en la voz de Sofía.
Mauro encendió un cigarrillo y evitó mirarla a los ojos.
- Sabés que Iribarne es un hombre importante. No le podía decir que no. Andá vos a lo de los Peñalba. Disculpame y explicale los motivos...
- Mauro... ¿volviste a fumar otra vez?
Él se quedó mirando como hipnotizado el cigarrillo.
- Parece que sí. Es cíclico -murmuró.
- Bueno, está bien... Dale mis saludos a Iribarne. Yo no le puedo fallar a Lorenza Peñalba, lo sabés bien.
- Claro que sí. Gracias por comprender.
Sofía comenzó a desabrocharse el vestido. Estaban en la medialuz del cuarto matrimonial.
Mauro salió del cuarto antes de que ella terminara.

II

En rigor de verdad, Mauro nunca había estado en un sitio de ésos. Los había visto a través de películas, claro. Pero nunca había estado. Vio desnudarse a tres chicas al son de una música pretendidamente sensual.
Hasta que llegó el turno de Maia. Hubo gritos, silbidos, alguna exclamación no apta para menores.
"Ella no pertenece a este lugar" -se dijo Mauro. Y cerró los ojos. No quiso ver la magnífica desnudez de su cuerpo a medida que las ropas iban siendo apartadas de esa piel tersa y joven. Prefirió mirar para otro lado y beber su trago mientras todos aplaudían a rabiar.
Después, como si estuviera agotado, hizo una seña al mozo.
- No, caballero. Maia no acepta beber tragos con gente que no conoce...
Mauro le deslizó un billete de cien y el otro parpadeó.
- Voy a ver qué puedo hacer, pero no le prometo nada... -dijo el sonriente individuo y se marchó.
Mauro esperó mientras otra chica subía al escenario.
Reconoció en ella a Vanessa, la rubia que viera aquella primera vez en la confitería junto a Maia...

III

- No vendrá a su mesa. Pero... si usted quiere verla en su camarín... sólo unos minutos. No más... -El mozo puso cara de circunstancia- Disculpe. Ya le dije que es difícil... Es todo lo que pude hacer.
- Suficiente. Gracias. ¿Me puede indicar por dónde...?
Dos minutos después, Mauro Achával, importante abogado porteño, se encontró haciendo dar los nudillos contra una puerta que ostentaba el rótulo de "Maia".
- Adelante -dijo una voz femenina.
Entró.
Ella estaba sentada frente al tocador, retocando la sombra de sus ojos. Lo miró por el espejo, con indiferencia. Si de algo conocía Maia, era de hombres. El olor que traen cuando vienen como tiburones que perciben trozos de carne...
- Soy el doctor Mauro Achával, señorita...
- Ah. Yo soy Maia. Mucho gusto. ¿Qué puedo hacer por usted? -Ella había terminado de retocarse y cerraba el portacosméticos. Le dedicó una fría sonrisa pero no volvió la cabeza.
- Yo... quería conocerla...
- Ah, es un admirador de mi arte... -Maia no se dignaba mostrarse amable con el desconocido, y mucho menos insinuante.
- Usted me recuerda mucho a alguien...
- No es original. Oí eso muchas veces, doctor... pero no se necesita ser original para tratar de entablar un diálogo, ¿verdad?
Mauro buscó en el bolsillo interno de su saco.
- No. Lo digo de veras. Mire.
Le pasó la fotografía. Una fotografía amarillenta, pero extrañamente vívida.
- Oh... -Por un instante ella perdió el habla. Tardó unos segundos en recuperarla.
- ¿Quién es...? -logró balbucear con un hilo de voz.
- El más grande amor que tuve en mi vida...
Mauro lo dijo con una sencillez apabullante, sin buscar golpes de efecto. Lo dijo también con tristeza. Y ella lo percibió. Ahora sí, se levantó de su silla y miró con atención al desconocido. Y lo que vio le agradó. Aquel doctor Achával tenía ojos buenos, no turbios, no tramposos. Maia escudriñó en ellos tratando de ver al depredador agazapado y no pudo encontrarlo.
Volvió a mirar la fotografía. Y no logró evitar un escalofrío.
Su mismo rostro la miraba desde la vetustez amarillenta de la cartulina.
- ¿Cómo se llama...? -preguntó.
- Gabriela. Se llamaba Gabriela... murió. Murió hace tiempo. -De golpe Mauro se quedó sin palabras. No sabía cómo continuar. La había encontrado. Podía extender la mano y tocarla... podía hacer varias cosas y no se atrevía.
Y de golpe tomó conciencia real de lo absurdo de la situación. Del ridículo que estaba haciendo. Le extendió la mano y Maia le devolvió aquella foto.
- Perdóneme. La vi hace dos semanas en una confitería de Santa Fe. Estaba con una amiga, creo que se llama Vanessa. Me impactó... su parecido con... Gabriela...
- Lo entiendo...
- Usted es igual a ella cuando tenía veinte años... Al menos así la recuerdo. Yo... yo no la molestaré más. Perdóneme... -volvió a repetir y buscó la puerta.
- Buenas noches... -dijo mientras abría.
- Buenas... noches... -replicó ella.
Se fue rápido por el mal iluminado pasillo. Aquel era un sitio infame, una cueva de ratas, un antro de porquería.
Sólo cuando salió a la noche, a respirar el aire puro y frío, se sintió mejor.
La había encontrado.
Y todo había terminado...
Se alejó calle abajo, hacia donde había dejado estacionado su coche.


IV



- ¿Qué te pasa?
La pregunta de Vanessa le repicó en los oídos como una campana. Ambas estaban en el cómodo departamento que ocupaban en la avenida Díaz Vélez y eran casi las seis de la mañana. Cuando otros iban a levantarse para sus tareas cotidianas, ellas se disponían a dormir. Era su rutina.
- Conocí a un hombre...
Vanessa, que se aprestaba a entrar al baño, se la quedó mirando.
- Lo decís de un modo especial... -Había extrañeza en la voz de la rubia.
- Creo que él era especial. El doctor Mauro Achával...
Vanessa dio una risita.
- No me digas que te picó el bichito, loca... -bromeó, rascándole la nariz. Vanessa estaba realmente maravillada. Conocía de sobra a su amiga. Sabía que Maia podía terminar en la cama con alguno. Pero de ahí a enamorarse... bueno, llegarían astronautas a Júpiter antes que eso sucediera. Y sin embargo...
- ¿Sabés? Me sentí como sucia ante él... no sé por qué. Realmente no sé por qué... Fue una sensación muy rara... muy extraña...
- ¿Amor a primera vista...?
Maia hizo un gesto muy vago con la cabeza. Un gesto que podía significar cualquier cosa.
- Tengo que volver a verlo. Creo que sé cómo encontrarlo...
- Te lo dije. Un día te iba a tocar el turno. Un día te ibas a enamorar...
- Chau. Me voy a dormir... -Maia cerró la puerta de su dormitorio.
"Parece mentira. No lo creo", pensó Vanessa. Imaginar a Maia enamorada era como presenciar un milagro y se ven pocos milagros hoy en día para enamorarse hay que tener corazón. No un músculo que bombea sangre mecánicamente. Corazón... de sentimientos. Y Maia podía tener todo lo demás, excepto eso.
No es que fuera malvada. No lo era en absoluto. Era sí, dura, fría, podía mentir miel con sus labios de vértigo. Podía inspirar deseo con sus abismales ojos negros. Podía inspirar cualquier pasión turbia.
Lo que difícilmente podía inspirar era amor.
Vanessa tenía todo el derecho del mundo a sentirse asombrada.






CAPITULO CUARTO

I


- Doctor Salgado... aquí hay una señorita que pregunta por el doctor Achával. Le dije que no estaba, pero... -Había un fragmento de inseguridad en la voz de Delia. Fabián Salgado alzó los ojos del expediente que examinaba y murmuró:
- Hágala pasar. Yo la atenderé.
- Enseguida...
Cuando la muchacha entró, Fabián se quedó perplejo un instante. No era que no vinieran clientas bonitas al estudio. Vaya si las había. Con alguna, incluso había disfrutado de alguna breve aventura. Pero esa joven que estaba ante él simplemente lo estremeció. Sacudió sus más íntimas fibras de hombre.
- Fabián Salgado -le dijo, extendiendo su mano.
Ella sonrió y se la estrechó. Mi Dios, qué hermosa mujer era. La madre Natura había hecho un espléndido trabajo con esa desconocida que tenía ante sí. No sólo en su belleza física, de por sí imposible de dejar pasar por alto, sino en la sugestión de sus ojos, en lo que podían prometer esos labios.
- María Galván...
La invitó a tomar asiento y ella aceptó. Bruscamente, la tarde gris se había vuelto luminosa y no era que el sol se filtrara por la ventana. Era ella. Era su perfume suave de hembra joven, pero a la vez sabia en todo lo que pudiera conmover a un hombre.
- El doctor Achával tuvo que viajar a Paraná, por asuntos judiciales... Dígame qué puedo hacer por usted. Mis servicios profesionales están a su disposición...
Maia estaba también conmovida. No esperaba en absoluto encontrar a alguien así. Había ubicado el estudio de Achával preguntando al mozo de la confitería donde él la descubriera por primera vez. El recuerdo de aquella foto amarillenta le había rondado desde la noche que llegó a su camarín. Ahora, una semana después de tales sucesos Maia, empujada por cosas que no lograba discernir llegaba hasta allí. Y había encontrado a Fabián Salgado.


II

Le gustó aquel joven abogado. Le gustó el aire de niño que campeaba en su rostro. Le gustaron sus ojos límpidos. La forma en que sonreía. Su apostura varonil. Maia descubrió que podía conocer de hombres, pero de hombres de este tipo no sabía nada en absoluto.
- Bueno, yo... Es difícil de explicar... Conocí al doctor Achával en circunstancias que quizás no es prudente revelar... Necesitaba hablar con él. Agradezco su intención, pero temo que no puede hacer nada por mí...
En ese momento sonó el intercomunicador.
- Teléfono para usted. Es el doctor Achával, desde Paraná -dijo la voz de Delia.
Fabián tomó el auricular.
- Hola, don Mauro. ¿Cómo va todo por allí? -preguntó.
- Regular. Quería decirte que me demoraré tres días más. El asunto está más espinoso de lo que creía... -dijo la voz desde la distancia.
- Don Mauro, aquí hay una joven que dice conocerlo. Quería hablarle. Dice llamarse María Galván...
- No recuerdo a nadie con ese nombre...
- No me conoce por ese nombre. Dígale que me llamo Maia.
- Dice que usted la conoce por Maia...
Se hizo un silencio. Fabián percibió la respiración agitada del otro lado de la línea.
- Pasame con ella... -dijo al cabo, Mauro Achával desde muy lejos.
Maia tomó el teléfono.
- Disculpe... quizás fue una estupidez venir aquí...
- No, en absoluto. -Mauro se oía conmocionado. Enfebrecido-. ¿Qué puedo hacer por ti? -le preguntó.
- Quería hablarle... pero puedo esperar a que regrese.
- Está bien. Dejale tu dirección a Fabián. Ni bien llegue de Paraná me contactaré.
La comunicación concluyó. Ella pidió lapicera y papel y garabateó su domicilio.
- Gracias, doctor Salgado -dijo al marcharse.
- De... de nada...
Fabián se quedó con su letra prolija en aquel papelito y el aroma de su suave perfume en la oficina cuando ella se fue. Salgado, que conocía un poco de mujeres, descubrió que de mujeres como Maia (o María Galván) no sabía tampoco nada en absoluto. ¿De qué circunstancias especiales hablaba ella con respecto a Mauro Achával? Aquel tipo de mujer era una cosa distinta. La mente de Salgado trabajaba rápido. Ahora caía en cuenta de lo raro que se veía Achával en los últimos tiempos. Ahora podía entender por qué.
Una mujer así era para volver loco a cualquiera.
Una amante. Mauro Achával tenía una amante. Mauro Achával podía mirarse a gusto en el espejo de esos ojos negros. En la tibieza de su piel perfumada seguramente Achával podía...
Fabián tuvo que parar el potro desbocado de su imaginación.
No pudo.
Maia se le había metido adentro. Había penetrado su corteza exterior con la misma facilidad con que un cuchillo al rojo vivo corta manteca.
Trató de sacársela de encima en las cuarenta y ocho horas que siguieron.
No pudo.
Se encontró contestando con monosílabos a su madre, con quien vivía en un apartamento de la calle Mitre.
Y en la soledad de su dormitorio leyó y releyó la grácil letra de María Galván.
Sintió los primeros chicotazos de la lluvia contra su ventana mientras vacilaba antes de tomar una decisión atrevida.
Ir a visitar a María Galván a su domicilio. Saber exactamente qué tipo de relación la unía con Achával. No es que Fabián fuese a rasgarse las vestiduras por que don Mauro tuviese alguna "escapada". No...
El problema era otro. El problema era aquella muchacha que se le antojaba plena de misterio. El problema era ella. Y horrorizado, descubrió el motivo que lo impelía a volver a verla.
Estaba celoso de Mauro Achával.
Era un sentimiento indigno. Era ilógico, era un absurdo total. Tampoco era que Sofía Vivar de Achával fuera santa de su devoción. Fabián percibía un cierto distanciamiento entre ambos pero claro que aquello no le incumbía.
No podía ser. Ni conocía a la muchacha. Ni sabía quién era, ni menos a qué se dedicaba. Lo único que sí sabía era que no podía quitársela de la cabeza.
- ¿Vas a salir con este tiempo, hijo? -preguntó doña Alejandra, su madre, cuando lo vio calzarse el impermeable.
- Olvidé que tengo una cita -replicó él mientras le daba un beso en la mejilla.
Mentía. Pero sin saberlo, decía la verdad.
Tenía una cita con el destino.






III


Ahora, mientras tocaba el timbre del portero eléctrico del departamento de María Galván en la avenida Díaz Vélez mientras el cielo volcaba cataratas de agua sobre las calles porteñas, Fabián Salgado se dijo que estaba cometiendo una mayúscula tontería. Cuando aquella muchacha le contara a Achával que él se había atrevido a visitarla... bueno, Salgado no quería pensar en las consecuencias. Pero hay momentos en que los seres humanos no miden las consecuencias. Simplemente ejecutan...


IV

Maia, que estaba en el departamento (era su día franco) se sorprendió al saber quién estaba en la planta baja. Pero le franqueó la entrada.
Fabián Salgado lucía como un pollo mojado cuando quedó recortado en el marco de la entrada.
- No sé cómo excusarme por esta visita... -comenzó.
- Por favor. Pase usted. Le prepararé café... -Maia descubría que el volver a verlo le agradaba. Había pensado fugazmente en él en aquel par de días. Pero Maia no era el tipo de mujer dispuesta a hacerse ilusiones. Podía tener veintitrés años por fuera, por dentro quizás tenía mil años.
Se puede sufrir mucho más de lo que una cara sonriente haga suponer.
Maia sirvió café y algo de licor. La tormenta bramaba allá afuera y la cortina de agua diluía todas las cosas bajo oleadas grisáceas de lluvia.
- Lo envía el doctor Achával, supongo... -El aroma del café estaba instalado entre los dos. Fabián había definido el departamento con un par de vistazos. Reinaba el buen gusto en él. Una pequeña pero selecta biblioteca le decía que la dueña de casa era una persona cultivada. Había también una frondosa colección de compactos y el piso maullaba bajo una suave alfombra.
- Claro... eso es. -Fabián, aliviado, descubrió que ella le facilitaba un motivo para comenzar el diálogo. Parecía mentira pero había venido como si el viento cambiante de la tempestad lo trajera. Con un propósito más o menos certero, pero sin ningún plan fijo para concretarlo.
- El doctor Achával tendrá que demorarse otro par de días más en Paraná. Tenemos un juicio difícil allá...
- Oh, lo siento. -Maia lo miraba a través de las volutas de humo del café. Lucía un fino suéter y un ajustado pantalón que resaltaba sus espléndidas formas. Después de todo, su cuerpo era su medio de vida. "Se mira y no se toca.” Claro que si alguno tocaba debía pagar el precio de Maia. Y entre las condiciones figuraba su aceptación personal.
"Nunca le des nada gratis a un hombre"... Maia oía repicar sus propias palabras mientras observaba a Fabián Salgado.
- Si eso es lo que tiene que decirme pudo haber escogido otro día. Mire el tiempo que hace... ¿Otro café? -Maia sonreía. Y cuando lo hacía el mundo podía volverse un lugar luminoso. Hasta se podía creer que el corazón que tenía no era sólo un músculo que bombeaba sangre. Hasta se podía pensar que Maia sentía...
Bueno, el caso es que Maia sí sentía en ese momento. Y eso la llenaba de desconcierto. De incertidumbre. Cuando se vive bajo ciertas reglas y bruscamente se las rompe, lo menos que se genera es la confusión.
¿Qué hacía ese hombre allí? ¿Qué lo había traído realmente? Instintivamente Maia supo que Achával no tenía nada que ver con eso. El descubrimiento que normalmente le hubiera desagradado tuvo la virtud de ejercer el efecto contrario en ella. Maia estaba feliz de que él estuviera allí. De que hubiera venido a verla bajo ese diluvio que caía.
De que estuvieran solos.
Maia descubría que sus reglas se desmoronaban.
Sentía por primera vez que sí podía darle alguna cosa gratis a un hombre.
Pero que esa cosa tenía un valor incalculable. Que no habría piedra preciosa en el mundo que podría pagarla.
Maia sentía que algo aletargado se despertaba en ella. Algo adormecido. No sabía si era totalmente bueno o no. Pero algo cobraba vida. ¿Qué era? ¿Qué diablos era eso?
Maia descubría que el corazón sirve para otra cosa más que para distribuir sangre en el cuerpo. Maia comprendía que la máscara detrás de la cual se ocultaba se caía a pedazos. Y el descubrimiento, lejos de enfurecerla, la euforizaba.
Maia podía desear besar los labios de ese hombre. Poder fundirse con él. Pero con toda la ternura del mundo. Poder cobijarse en sus brazos, poder escuchar las palabras que él susurraría en sus oídos. Y que siguiera lloviendo, tronando, relampagueando hasta el juicio final. Era un momento perfecto. Un instante de gracia. De maravilla, de descubrimiento.
- ¿Por qué ha venido realmente a verme?
La pregunta quedó flotando en el aire, como una araña de cristal colgada en el vacío, sólo aferrada de un hilo de finísima tela.
- Yo...
Los ojos de él se habían clavado en los suyos. Maia sintió un deseo súbito, salvaje, irrefrenable casi de extender su mano y acariciar su rostro.
- Quiero preguntarle si es la amante de Mauro Achával...
Ella sintió que la sangre se le retiraba del rostro. Que se ponía pálida. Experimentó la furia, la frustración. La vergüenza. Como si le hubieran arrojado excremento a la cara.
Se levantó despacio, como una gata alerta ante el peligro. Una sombra de hielo se había instalado en sus fulgurantes ojos negros.
- ¿Y qué... si lo fuera? -preguntó, desafiante.
Ahora el que palideció fue Fabián. Maia lo vio depositar la taza de café sobre la mesita ratona como si temiera que se le cayese de la mano. Un silencio penoso se instaló entre los dos.
- Vuelvo a preguntarle... ¿y qué, si lo fuera? -Maia había cerrado sus manos convirtiéndolas en puños y el filo de sus uñas estaba clavado en sus palmas.
- Mauro es casado.
- ¿Eso importaría?
Maia estaba invadida de furia. Si aquel estúpido hubiese sospechado qué tan cerca había estado de...
El soberbio busto bajaba y subía en entrecortada respiración. Fabián Salgado se puso de pie.
- Tengo que irme -dijo.
- No. Todavía no. Usted vino a saber quién soy yo. Bien, lo sabrá... Soy desnudista en el club "Safo". Los hombres pagan para ver lo que hay detrás de estas ropas...
- Ah, entiendo...
- No. No entiende. Usted no entiende nada. Bueno... yo sí entiendo por qué se equivoca. Aunque no se equivoca en pensar que no hago nada gratis con un hombre...
- Ya sé lo que quería saber sobre usted. Buenas noches... -Había un dejo de desprecio en la voz de Salgado.
Cuando se marchó, Maia se quedó mirando la ventana por donde el agua bajaba a torrentes. El momento mágico se había ido al demonio. Ahora sólo quedaba la borrasca allá afuera y aquí dentro su tristeza de mujer.
Sintió un ardor en los ojos. Se mordió los labios. Lágrimas. Maia dejó que le resbalaran por las mejillas sin molestarse a limpiarlas. Afuera estaba él en la tormenta, y ella yacía aquí mordiendo el fruto de su soledad.
Se permitió llorar. Se permitió ser mujer. Total, nadie estaba aquí para verla. Nadie sino Dios. Y Maia sabía que Dios se había olvidado de ella.
Lloró como lo había hecho hacía mucho, mucho tiempo.
Cuando sólo tenía doce años...
Toda una eternidad.


V

Fabián Salgado manejaba bajo la lluvia. Los limpiaparabrisas luchaban una pelea perdida contra los ramalazos de agua que se abalanzaban sobre los cristales delanteros.
Qué cerca había estado de tomarla entre sus brazos, qué cerca de ceñirle el tallo de palmera de su flexible cintura. Qué cerca de hundirse en la tibieza de sus senos. ¡Qué cerca de besar, de morder su boca, de enmarañar sus cabellos, de mirarse en los profundos pozos de sus ojos negros!
La amante de Mauro Achával. Su mujer. La otra. El último vértice (o el primero) de un triángulo culpable de infidelidad.
Se encontró aborreciendo a Mauro Achával. Fue un sentimiento antinatural, desgraciado. Achával se había comportado casi como un padre con él. Le había dado abrigo, trabajo, comida. Seguridad, prestigio en la profesión.
¡Y ahora todo se venía al diablo por culpa de una ramera de lujo...!
No podía quedarse al lado de Mauro Achával. No si ella le contaba aquella visita (y seguro que lo haría). No. Tenía que renunciar primero. Lo haría ni bien Achával pusiera pie en la oficina.
Cerró los ojos. Se encegueció. Quiso aislarse de todo y de todos.
Enamorado de una mujer indigna. Qué cosa. Qué maldita esclavitud. Iba a tener mucho tiempo para olvidarla. Mucho tiempo para dejar de pensar en ella.
Mucho. Sacarse tamaña espina del alma le costaría sangre, sudor y lágrimas...
Cuando abrió los ojos supo que había atravesado el semáforo con luz roja.
La mole del camión que cruzaba se le vino encima, como en esas películas de cámara rápida.
Aplicó desesperadamente los frenos. El auto derrapó levantando surtidores de agua. Hubo un estrépito.
Después la oscuridad.






CAPITULO V

I

Mauro Achával empujó la puerta despintada del cuartucho de pensión. Le parecía que los gastados escalones de madera de aquel conventillo de San Telmo aún crujían bajo el peso de sus zapatos.
La puerta chirrió con un desagradable sonido de bisagras sin aceitar. Como si una bruja se riera a carcajadas.
- ¿Gabriela...? ¿Gaby...?
Mauro traía todas las respuestas a todas las preguntas. Gaby se había ido a Córdoba hacía tres meses. Gaby que le había telefoneado diciendo que ya estaba de vuelta en la pensión donde vivía. Lo único que podía pagar con su sueldo de empleada mientras estudiaba junto a él en la UBA, porque Gaby también quería ser abogada.
Se quedó mirando la pieza miserable. Las paredes descascaradas...
Y el rostro de Gaby, dormida con los ojos cerrados. Y la mancha roja tiñendo el blanco-gris de las sábanas. La hemorragia escarlata que la había vaciado de vida.
- ¡Gabyyyyyy! -gritó.
Entonces Mauro Achával se despertó bañado en transpiración en la elegante habitación que ocupaba en el mejor hotel de Paraná, Entre Ríos...
Se quedó sentado en la cama. Jadeando. Esa pesadilla tenía más de veinte años. La última vez que había visto al gran amor de su vida. Ese día Mauro Achával también se murió un poco.
Volvía a la realidad. Pero la realidad seguía siendo una pesadilla. Todavía recordaba el desencajado rostro de la encargada de la pensión entrando tras suyo.
- Pobrecita... ¿dónde está el bebé? -preguntaba.
- ¿Bebé? -también preguntó Mauro.
- ¿No lo sabía? Llegó hace tres días de Córdoba. Estaba embarazada. Tuvo la criatura aquí mismo. Todo parecía bien... Estaba con una amiga, me parece...
- ¿Qué amiga?
- No lo sé. Nunca la vi. Pero no era una chica cordobesa. Era porteña, de aquí, digo. Muy fina. De pronto comenzó a sangrar. La chica me pidió que fuera a llamar a una ambulancia. El teléfono estaba descompuesto. Salí a la calle y cuando volví... la encontré ahí, desangrada... ¡Mi Dios!
- ¿Y la criatura?
- No lo sé, señor. Ni sé dónde está la otra chica. Le juro que no lo sé... Esto hay que denunciarlo a la policía. ¿Quién es usted?
- Su... su novio... El padre de ese bebé que nació. Pero yo no sabía que estaba encinta. Se fue a Córdoba hace seis meses y... yo no sabía...
Mauro sacudió la cabeza. Basta. Podía soñar la escena o recordarla en sus menores detalles.
Lo que había buscado a ese bebé.
Nunca supo ni siquiera qué sexo tenía.
Nunca lo encontró.
Menos mal que allí estaba Sofía para poner bálsamo a sus heridas. Sofía que lo fue atrayendo a sus brazos, como si tuviera imanes. Un día Mauro dio el sí en San Nicolás de Bari. Para ese entonces hacía cinco años que ejercía y ya tenía ganado un sólido prestigio como abogado.
Mañana regresaría a Buenos Aires. Volvería a ver el rostro de esa muchacha que lo obsesionaba.
Pronto volvería a ver el rostro de Gabriela Ortiz, su amor imposible.
Encendió un cigarrillo y ya no pudo dormir en lo que restaba de la noche...




II

La puerta de la habitación que respiraba asepsia se abrió para dejar paso a Mauro Achával. Una llorosa doña Alejandra lo recibió.
- Don Mauro... -gimió. Achával la abrazó tiernamente y le dio un beso. Detrás de Achával venía su esposa Sofía.
Achával miró al que descansaba en el lecho. Tenía el cráneo vendado, magulladuras en el rostro, en parte de la pierna y en el brazo izquierdo.
- Gracias a Dios que la sacaste barata, Fabián...
Fabián abrió los ojos y trató de sonreír. No le iba a contar la verdad. La verdad se la contaría ella. Y luego a él no le quedaría más que renunciar. Pero no ahora, ahora no podía hablar. Menos delante de su madre.
- Con todos los casos que tenemos... -se quejó Fabián.
- De eso no te preocupés. Yo puedo manejarlo. Lo que interesa es que te repongas. Haceme saber cualquier cosa que necesites...
Fabián se sintió como un maldito perro que muerde la mano de quien le ha dado cobijo y comida...


III

- De modo que viniste a verme al estudio... ¿Por qué?
Paseaban por Parque Lezama en una tarde gris y destemplada. El viento hacía volar hojas en el aire. Mauro Achával hablaba sin mirarla.
- Quiero que me hable de ella. De la mujer que tiene mi mismo rostro... -murmuró Maia.
- Se llamaba Gabriela Ortiz. Era cordobesa. Vino a trabajar y estudiar en la Capital. La conocí en la Facultad de Abogacía. Era tan hermosa... como vos. Me volví loco de amor por ella. Tuvimos relaciones íntimas...
Seguían caminando entre los vericuetos del parque. Sin rumbo fijo. No importaba mucho tampoco.
- Yo no sabía que estaba encinta cuando se fue a Córdoba... Yo quería casarme con ella, a pesar de que mis padres se oponían... Para ellos el mejor partido era Sofía...
- ¿Sofía?
- Sofía Villar... yo había noviado un poco con ella antes de conocer a Gaby. Hoy es mi esposa. Bueno, el caso es que Gaby volvió... Estaba cerca de dar a luz. Después me enteré que sus padres la habían echado de casa. Pobrecita...
- Y murió...
- Sí, murió desangrada por una hemorragia en una mísera pensión de San Telmo. Murió después de dar a luz a su bebé.
- ¿Qué fue del bebé?
- No lo sé. La encargada de la pensión dijo que había otra muchacha con ella. Una amiga o algo así. Esa desconocida se llevó al bebé. Nunca supe siquiera si era varón o nena... -Había una amargura sin par en la voz de Achával.
De golpe ella se había quedado parada, mirándolo.
- ¿Qué pasa?
- Yo... -Los ojos negros de ella lo contemplaban desorbitados. Él quiso tocarla y ella reaccionó como si una víbora hubiera estado a punto de picarla.
- Me tengo que ir... -dijo entrecortadamente.
- ¡Maia! ¡Esperá...! -Él trató de detenerla pero fue inútil. Un taxi que pasaba se la llevó de su lado como un ventarrón súbito.
Mauro Achával se quedó sin entender nada.
Y todo esto lo registró la cámara fotográfica del hombre que había seguido pacientemente sus pasos desde que volviera de Paraná, Entre Ríos.



CAPITULO VI

I

Achával volvió tarde a su casa de Palermo Viejo. Eran casi las doce cuando traspuso el umbral de la puerta.
La luz del espacioso hall se encendió.
Sentada en el sofá, su esposa Sofía lo contemplaba. Había algo sobre la mesa.
Papeles o algo. Achával no le prestó mucha atención.
- Te dije que no me esperaras levantada. Que iba a llegar tarde... -Achával se acercó para darle un beso pero Sofía torció la cara, evitándolo.
- Mirá ahí -dijo. Y había filos de odio, de genuino despecho en los decibeles de su voz.
Achával se volvió hacia la mesita. Entonces descubrió el manojo de fotos. Fotos. Maia y él paseando por Parque Lezama. Maia y él.
- ¿Qué es esto?
- ¿No te parece que esa pregunta me corresponde a mí?
Achával sintió que se le aflojaban las piernas.
- Esa mujer ya vino a verte al estudio, cuando estabas en Paraná. Fabián la atendió. No lo niegues. Ya lo confirmé con tu secretaria Delia...
- Sofía. No es lo que vos pensás...
- No, claro. El detective que contraté también averiguó quién es. María Galván, desnudista del club Safo, que casualmente está a pocas cuadras de tu estudio. Si sos inocente, explicámelo clarito, Mauro... -Sofía se levantó despacio del sofá. La poca luz del hall le pintaba sombras extrañas en la cara. Mauro tuvo la impresión de algo maligno, agazapado ante él. Algo dispuesto a destruirlo si hacía falta, si no obtenía lo que quería.
- ¿Qué pasa? ¿Querés revivir antiguas glorias varoniles? Explicámelo, Mauro... -Sofía se le acercó hasta casi tocarlo. Respirándole en la cara. Como si fuera a morderlo en el cuello, como hacen los vampiros.
- ¿Viste el rostro que tiene esa muchacha...?-preguntó.
- Vi una cara bonita y adivino un cuerpo escultural bajo el abrigo. No se es desnudista si una no posee ciertas condiciones físicas... y morales.
- Te pregunté si viste bien esa cara...
- Ya te dije lo que vi.
- Entonces no viste el rostro de Gaby, ¿verdad?
- ¿Qué? ¿De qué hablás?
- De Gabriela Ortiz... La muchacha con quien hubiera querido casarme. La que te conté que se murió en una pensión de San Telmo después de dar a luz a un hijo mío. Un hijo que alguien se robó y nunca volví a ver,
Sofía retrocedió un paso, como si él la hubiera empujado. Su rostro se refugió en un cono de sombras de la habitación. Sus ojos brillaban en la oscuridad, como los de un felino.
- O sea... que... te metiste en la misma cama con esa ramerita sólo porque... te recordó un viejo amor de la juventud... -Sofía respiraba por lo bajo. Conteniéndose apenas.
- No me metí en la cama con ella. Jamás lo hubiera hecho. No fue nunca ésa mi intención desde el día que la descubrí en una confitería de la avenida Santa Fe. Sólo llegué hasta ella para mostrarle una vieja foto que guardo de Gaby.
- Ah... -murmuró Sofía.
- Entendeme... Estaba tan desconcertado por la situación... Era como volver a estar frente a Gaby. Me fui... Creo que debo haberla conmovido de algún modo porque vino a buscarme al estudio cuando yo estaba en Paraná.
- Tu cuenta bancaria debe haberla conmovido muchísimo...
- Ella no es lo que pensás.
- No, por supuesto que no. Es sólo una virgen desnuda que se exhibe noche a noche para lujuria de los tipos que van a verla. Tipos como vos, querido...
- Por favor, Sofía. Callate.
- ¿Estás tan enamorado de tu ramerita que...?
- ¡Basta!
Mauro pegó un manotazo e hizo volar las fotos que estaban sobre la mesa. También un bello adorno que allí había saltó por los aires y se estrelló en el reluciente piso de parquet.
- ¡Sos un canalla miserable! ¡Le llevás más de veinticinco años a esa mujerzuela! ¡Me lo vas a pagar, Mauro! ¡Esta humillación me la vas a pagar con...!
- ¿Con mi cuenta bancaria? ¿Con mis propiedades? ¿Con esta casa? ¿Con las joyas? ¿Con el auto? ¿Con mi sangre...?
Sofía enmudeció. Mauro tenía los puños crispados y le clavaba unos ojos de obsidiana.
- Mauro... ¿me decís la verdad? ¿Nunca te acostaste con ella?
Él no le contestó. En lugar de eso le volvió la espalda.
- Mauro. Te amo... Vos sabés que estoy dispuesta a las peores locuras por vos... Yo sé que nunca me mentiste... En esto te tengo que dar crédito... -Sofía le clavó las manos en los hombros. Él respiraba entrecortadamente.
- Nunca me acosté con ella, Sofía. Fue como... como volver a vivir un viejo sueño. En esa pobre chica de la noche yo... yo busqué la pureza que tenía la mirada de Gabriela.
- Te amo, Mauro. Vos sabés cuánto te amo... -Sofía refregaba su cabeza contra la espalda de él.
- Te creo lo que me decís. Te lo creo... Vos sos tan bueno... Perdoname, Mauro... Yo no entendía tus motivos... Mauro... ¿por qué sos tan cruel conmigo?
Sofía hipaba, conteniendo algún sollozo. Él se volvió lentamente. Le acarició el rostro. Sofía era como un perrito loco de dicha que vuelve a ser admitido en el regazo de su amo.
- ¿De verdad me creés? -preguntó él.
- Sí. Sí, mi querido. Pero jurame que no la vas a ver más... Sólo jurame eso. Jurame solamente eso y nunca volveremos a tocar esta enojosa cuestión...
Achával cerró los ojos. Era lógico. Tenía que renunciar a Maia. Tenía que renunciar al tonto espejismo que la chica representaba. Maia tenía un destino de noche. Maia no era como Gaby ni jamás lo sería.
- Te lo prometo.
Sofía lo cubrió de besos.


II

- ¿Que estás diciendo qué...?
Mauro Achával se quedó mirando al joven como si le hubiera hablado en un idioma que él no conocía. O como si lo hubiera insultado.
- Que renuncio, don Mauro. Que me voy del estudio... -murmuró Fabián Salgado sin mirarlo a los ojos.
- Muchacho... ¿Qué es todo esto? ¿Qué te ocurre? ¿Es algo que hice mal? Sea lo que sea, estoy dispuesto a repararlo... -Achával se levantó de su asiento y le puso la diestra sobre el hombro.
¿Algo mal? Oh sí, claro que había hecho algo mal, pensó Fabián. Estaba saliendo con una muchacha a la que doblaba en edad. Estaba loco por ella... del mismo modo que Salgado lo estaba. Eso era lo que estaba mal. Salgado no podría soportar volver a verla como fatalmente creía que sucedería.
Al menos no le había contado nada del encuentro que Fabián había forzado. Al menos Maia tenía ese poco de dignidad.
Hacía dos semanas que Fabián había salido de la clínica luego de su accidente.
- Usted no comprende. Me tengo que ir... No... Nada malo me hizo. Siempre tendré sólo palabras de agradecimiento para usted...
- ¿Es dinero? ¿Es eso? Escuchame, Fabián. Necesito un socio. Un socio joven, pujante como vos. Desde ahora sos mi socio...
- Por favor, don Mauro...
- Qué bonito modo tenés de demostrar que me apreciás... ¿Acaso sos un ambicioso que...? No, esperá... Algo te pasa, Fabián. Decímelo, podés confiar en mí.
"No. No puedo confiar en usted", pensó Salgado. "Es el último hombre en quien podría confiar ahora.”
- Don Mauro, le pido, le ruego que no insista. Me voy. Eso es definitivo... -Salgado se apartó despacio de Achával. Cerró la puerta y lo dejó solo.
Achával sintió que la vida se le desplomaba encima.
Primero Gaby, perdida para siempre. Después Maia, ese espejismo a quien no volvería a ver. Y ahora, Fabián...
El hijo que no había podido tener. Pensó en los años que le esperaban junto a Sofía y se estremeció. Apagó la luz de la oficina y se quedó muy solo y muy quieto. Un hombre a oscuras.
Un hombre invadido por las tinieblas del alma...


III

- Maia, te buscan...
Vanessa penetró al camarín meneando las caderas. Había estado practicando los pasos con que iría tirando los trapos cuando estuviera en el escenario.
- No tengo ganas de recibir a ningún tipo -murmuró Maia.
- Sorpresa. No es un tipo. Es una mujer...
- ¿Qué? No entiendo nada...
- Yo tampoco, pero te está esperando en la oficina de Mora, el dueño de este agujero. Tiene aire de señora importante. ¿No será alguna empresaria que quiere contratar tu show? Si es así, recomendame, ¿eh? -Vanessa le sacó una lengua rosada y dio una risita estúpida antes de salir del camarín.
Maia había terminado un rato antes su acto. Se había duchado y estaba cambiada. Salió del camarín y fue hasta el despacho de Mora.
Mora aguardaba adentro, masticando uno de sus cigarros cubanos. Mora la respetaba. La primera vez llegó al Safo quiso ponerle la mano encima. Maia le pegó una bofetada que todavía parecía resonar por los vericuetos del club nocturno.
Mora que podía ser estúpido con las mujeres, no era ningún estúpido como empresario y la contrató por el precio que ella pedía.
Maia siempre ponía las condiciones.
- Esta señora quiere hablar con vos -le dijo Mora.
Maia se quedó mirando a la desconocida. La mujer vestía con refinada elegancia y tenía joyas por todos lados. Sin saber por qué, Maia tuvo un extraño presentimiento. Tuvo la sensación del peligro. Justamente ella que no temía a nada. Que había pasado por momentos simplemente atroces. Y que había sobrevivido a todo aunque en alguno de esos momentos perdiera para siempre su corazón.
¿Para siempre?
Siempre es mucho tiempo.
Mora salió discretamente de la oficina y las dejó solas.
- De modo que vos sos Maia... -La desconocida la evaluó fríamente. Maia se sintió como si fuera un insecto y un entomólogo la estuviera examinando.
- Yo soy. ¿Y quién es usted? No trabajo para lesbianas si es lo que tiene en mente... -Maia soltó su aguijón sin preocuparse demasiado. La mujer le contestó con una risita cascada.
- Típico. Vive tan en la mugre que cree que todo es mugre -le dijo la desconocida.
Y puso sobre la mesa un fajo de dólares.
- Hay diez mil razones ahí para que no vuelva a ver jamás al doctor Mauro Achával.
Maia tuvo el presentimiento del desastre.
- ¿Quién es usted?
- ¿Importa eso?
- Le hice una pregunta y espero una respuesta...
- Sofía Villar de Achával.
Maia respiró hondo. Había estado segura de que la otra diría eso.
- ¿Por qué tanto interés en eso, señora? -preguntó.
- ¿Me toma el pelo? Sé muy bien que Mauro gozó de sus favores. Me imagino que debe ser toda una profesional en su campo... -Era una ironía cargada de odio que Maia soportó estoicamente.
- Supongamos que no quiero... -jugueteó Maia. Estaba sondeándola. Oscuramente percibía que había algo más que una simple esposa despechada en esa mujer. Era un presentimiento sin razón como todos los presentimientos. Pero Maia había tenido algunos de ellos en momentos claves de su antigua y triste existencia.
- Mauro es un buen hombre... En estos momentos tiene muchos problemas...
- Todos tenemos problemas, señora. Debo decidir si acepto sus diez mil o trato de sacarle más a su maridito -Maia jugó al cinismo. Lo sabía hacer bien. Era parte de su estrategia de supervivencia.
- Por favor... desde que ese muchacho, Fabián Salgado a quien usted conoce, tuvo el accidente...
El corazón de Maia dio un vuelco.
- ¿De qué habla...? -preguntó con la voz en vilo.
- Se llevó por delante un camión. Nada grave... aunque no sé... Debe haber quedado mal de la cabeza. Ayer presentó su renuncia en el estudio... Con todo el trabajo que Mauro tiene... -Parecía haber una sincera pesadumbre en la voz de Sofía cuando dijo eso.
Maia no quiso dejar traslucir sus emociones. ¡Oh sí! Maia comprendía perfectamente todo ahora. Fabián se había apartado de Mauro... por ella. Oh Dios. El nombre de Dios se le quedó en la punta de la lengua. Quizás Dios estaba mirando ahora en su dirección. Quizás... Maia no se atrevió a soñar. ¡Tantos sueños se le habían hecho polvo en la vida!
Tomó una resolución.
- Haré un trato con usted. No me interesa su dinero...
- ¿Qué trato? -Sofía la miró con sospecha.
- Déme el teléfono particular de Fabián Salgado y que su esposo no se entere. Ésa es mi condición...
Una luz de regocijo estalló en los ojos de Sofía. ¿Acaso esa mujerzuela viraba en busca de otra víctima? Magnífico. Mientras no fuera su esposo, realmente magnífico.
- Ahora mismo, si lo quiere...
- Sí, lo quiero.






CAPITULO VII

I

- Para vos, hijo. Es una señorita que dice llamarse Maia...
Doña Alejandra sonreía con el teléfono en la mano en dirección a Fabián Salgado que en esos momentos observaba el noticiario de las veintiuno.
- ¿Quién...?
- Maia. ¿Conocés a alguien llamado así?
Fabián sintió como si una corriente eléctrica lo atravesara de cabo a rabo. Se levantó despacio del sofá y llegó hasta su madre quien le entregó el auricular.
- ¿Sí? -preguntó.
- Fabián... soy Maia. Necesito hablar con vos...
Él cerró los ojos. Si éste no era un milagro puro se le parecía muchísimo. El escuchar aquella voz... El presentir su perfume comenzó a descontrolarlo.
- No sé quién te dio mi teléfono pero creo que debés dirigirte al doctor Achával...
Fabián dijo esto sin ironía, con una tristeza enorme en la voz.
- Estoy en el café Trix que queda a dos cuadras de tu casa. Esperándote, Fabián. Necesito hablarte... Si no venís te podés quedar tranquilo. Nunca más volveré a molestarte...
- Yo...
- Te espero una hora, Fabián... Y si no venís, lo entenderé...
La comunicación se cortó. Salgado se quedó con el auricular en la mano, mirándolo como un estúpido. ¿Qué era todo aquello? ¿Qué estaba sucediendo? La última vez que se había apartado de Maia bajo aquella tormenta invernal había creído que todo estaba dicho.
A nivel racional la idea de que Maia era sólo una mujerzuela primó por algunos instantes. Después la marea de los sentimientos embistió contra el raciocinio. Fabián se mordió los labios y colgó el teléfono.
- ¿Pasa algo, hijo...?
- No, mamá. Todo está bien...
Doña Alejandra lo miró recto a los ojos. Fabián desvió la mirada y volviéndole la espalda simuló dar un vistazo a la TV, pero su progenitora había presentido algo en la actitud de su único hijo.
- ¿Te puedo ayudar en algo, Fabi? -preguntó.
- Mamá... gracias por la oferta. Pero ya debo resolver mis propios asuntos solo... -Le habló con toda la dulzura del mundo, evitando cuidadosamente el ofenderla.
- Esa mujer que llamó... ¿es importante para vos...?
La pregunta lo descolocó. Importante. Sí, ésa era la palabra. Maia era importante para él. Maia era vital para él. Maia era... Maia era tantas cosas para él. Y quizás no todas buenas, porque Maia tenía la marca de otro hombre. Del hombre que hasta hace poco él quería y respetaba como un padre.
- Sí. Es muy importante, mamá... -Fabián buscó su abrigo.
"El café Trix en una hora", había dicho Maia.
O nunca...


II

Salió del edificio de departamentos en que vivía y caminó despacio por las calles desiertas del invierno porteño. Hacía frío. Levantó la solapa de su sobretodo y una bocanada de aire tibio se escapó de sus labios. Un gato que rascaba sobre un tacho de desperdicios se dignó dirigirle una mirada melancólica y luego siguió en su tarea de supervivencia.
Fabián tenía mil preguntas en su cabeza. Y esperaba las respuestas que Maia podía darle. ¿Qué podía querer ella de él? Achával tenía prestigio y fortuna y aún era un hombre joven. La pondría como una reina si ella se lo propusiera. ¿Qué podía querer ella de un joven abogadito como él?
¿Burlarse? No. Intuía que Maia no gastaría su pólvora en algo así. Maia podía ser muchas cosas y no todas buenas, pero no era una estúpida.
Se paró ante las vidrieras iluminadas del café Trix. Sólo habían transcurrido veinte minutos desde que ella lo llamara. Entró. Había pocos clientes.
El súbito miedo de que ella no estuviera, de que se hubiera marchado, lo angustió.
Pero no. En un rincón, casi en la penumbra del local descubría a Maia. Mujer-misterio. Maia. Piel de mujer y deseo. Maia, desesperación. Mentira, verdad, luz y sombra.
Fabián se dijo que no le daría el gusto de que notara lo angustiado que estaba por ella. Juntó toda la dignidad que le quedaba mientras caminaba hasta su mesa.
- Hola... -le dijo.
- Gracias a Dios que viniste... Tuve tanto miedo de que... no te importara... - Fabián se conmovió al ver sus ojos negros. O aquella mujer era una actriz de primera o estaba conmocionada... como él.
Fabián se sentó. La miró fijamente a los ojos. Notó que las pupilas de ella estaban brillantes. Notó que su busto bajaba y subía en entrecortada respiración.
- Quería decirte algo que... jamás dije a hombre alguno. Ni siquiera mintiéndole... -Los ojos de ella estaban cargados de angustia... Fabián adivinó que diría algo que le costaba mucho decir.
- Te amo, Fabián...
Se lo dijo en un susurro. Casi con miedo, quizás con una pizca de vergüenza. Fabián se quedó petrificado. Porque esperaba cualquier cosa. Menos eso. Menos que...
- ¿Qué decís...?
- Que te amo. Que te adoro. Que besaría tu sombra. Que siento asco de lo que ha sido mi vida... porque en estos momentos me gustaría ser virgen, me gustaría tener dieciocho años y no los veintitrés que tengo... ni la vida que debí vivir... -Ahora un río salobre se desbordaba de los ojos de Maia y caía por la maravilla de sus mejillas. Bajó la cabeza y se puso a llorar, estremecida.
Él tomó sus manos. Si éste no era otro milagro, se parecía mucho a eso, también.
- Maia... -murmuró.
- Te amo. Te amo. Te amo. Te deseo con toda la fuerza de mi alma, de mi corazón...
Maia hablaba e hipaba entre sollozos convertida en una criatura frágil y vulnerable.
Algunos de los que allí estaban comenzaron a mirar en su dirección. Pero a ella no le importaba. Seguía sollozando y no parecía haber nada en el mundo capaz de detener su angustia y su dolor.
- Vení -le dijo Fabián y la hizo levantar de la silla.
Salieron del barcito seguidos de todas las miradas. La noche se los tragó de un bocado. Maia enjugó sus lágrimas, se sonó las narices y lo miró como esos niños arrepentidos de alguna terrible travesura que han cometido.
- Pero vos y el doctor Achával...
- No hay nada entre él y yo, Fabián. Te lo juro. Nada de lo que vos pensás...
Caminando, habían llegado a una pequeña plazoleta. Había un banco junto a un farol de luz amarillenta y solitaria. Se sentaron. Allí estaban lejos de cualquier mirada curiosa.
- ¿Me creés, Fabián? ¿Me creés que te amo? ¿Que no soy amante de Achával? ¿Que nunca lo fui? ¿Que nunca me lo propuso? Él es un gran hombre, un caballero, una persona magnífica. Un ser dolorido...
Fabián sintió un alivio inmenso. Como si de golpe le hubieran extirpado algún peligroso tumor y estuviera completamente sano. La luz del farol se reflejaba en los ojos oscuros de Maia. Fabián se moría por besarla. Pero se contuvo y la tomó de las manos.
- Sofía, su esposa, me dio tu teléfono y dirección. Me contó lo de tu accidente... Casi me puse loca. Me había propuesto olvidarte, apartarte de mi mente, de mi vida. Sabía que me despreciabas... pero al saberte herido... ¡no lo pude soportar...!
- Te amo, Maia...
- Estás loco. No podés amar a alguien como yo... Yo soy una cosa impura, Fabián. Ni siquiera sé, ciertamente, quiénes fueron mis padres...
- ¿Qué?
- El nombre de María Galván me lo dieron en el orfanato. Viví allí hasta los quince años. Un día me escapé... Me harté de golpes, de insultos, de humillaciones... Fabián, no puedo contarte lo que conocí en la calle mientras rodaba... Hombres... ¿hombres? Eran bestias, Fabián... Yo sólo tenía quince años... y estaba sola. Era como un animalito salvaje, ¿sabés? Era algo que nadie había querido. Algo que alguien arrojó a un zaguán para que se muriera de frío. "Algo" que un alma caritativa recogió y entregó a las autoridades...
Maia ahogó un sollozo y él comenzó a acariciarle los cabellos. Pobre criatura. Pobre y desdichada criatura. Pobre hija de "no sé quién": Pobre hija de la noche, de la tiniebla.
Fabián sintió que comenzaba a amarla con total devoción y locura.
Sintió que la piedad se le mezclaba con el amor. Sintió que también ella se quitaba algún negro cáncer del alma confesándole todo aquello. Sintió que era suya. Suya en cuerpo y alma. Y tuvo deseos de tenerla cobijada en sus brazos para siempre.
- Quiero explicarte sobre Mauro Achával...
- No es necesario... yo...
- Por favor, Fabián... Achával me vio un día en la confitería que está cerca de su estudio. Se obsesionó conmigo... ¿Sabés por qué?
- No... ¿Cómo podría?
- Una noche fue hasta el Safo, donde trabajo. Me mostró una vieja foto. Era la mujer que había amado y que se le murió. Era como mirar mi mismo rostro, Fabián...
- ¿Qué estás diciendo?
Fabián había abierto muy grande los ojos. Los tenía desorbitados. Claro que conocía la triste historia que el mismo Achával le había contado hace tiempo.
- ¿Por qué me mirás así?
- Porque me parece que vos no conocés todo lo que pasó con aquella muchacha... Gabriela se llamaba. El amor de juventud de don Mauro...
- ¿De qué hablas?
- Gabriela se murió de una hemorragia en una mísera pensión de San Telmo... después de dar a luz un bebé...
- Sí, eso lo sé. Me lo dijo Achával... pero...
- Don Mauro nunca supo qué sexo tenía el bebé. Porque alguien, presumiblemente una mujer que había ido a visitar a Gabriela, se llevó el bebé...
- Pero... -Maia lo miraba como alguien que trata de asimilar algo que lo sobrepasa.
- El bebé nunca apareció. Mauro Achával jamás pudo encontrar a su hijo...
- Dios...
- Hasta ahora...
Ella hizo un gesto de extrañeza, un gesto de desconcierto. Él apretó fuertemente sus manos entre las suyas.
- Vos tenés su misma edad. La edad de ese bebé perdido. Sos el vivo rostro de Gabriela Ortiz, la novia de Mauro Achával...
- Fabián... por el amor del cielo... ¿Qué estás diciendo...?
- Lo que vos estás pensando en este mismo momento, Maia. Exactamente eso que estás pensando... -murmuró él con la más fantástica de las certezas.


III

Sonó el teléfono y Mauro Achával contestó.
- ¿Fabián?
- Sí, don Mauro, soy yo. Y necesito hablarle. Mejor dicho, necesitamos hablarle...
- ¿Con quién estás?
- Con María Galván. Con Maia...
Achával recordó la promesa hecha a su esposa Sofía de no volver a ver más a la muchacha. Vaciló. Maia también era una herida para él.
- Lo siento... No puedo, yo... -tartajeó.
Hubo un rumor de pasos a su espalda. Sofía Villar, enfundada en una bata, había aparecido tras su marido.
- ¿Qué pasa, querido?
- Es Fabián... -murmuró volviendo el rostro a medias hacia su esposa.
- Escúcheme, don Mauro. Es muy importante esto que voy a decirle. Por favor... no piense que estoy loco...
- Temo que no te comprendo, muchacho... -Achával estaba genuinamente desconcertado.
Hubo un silencio del otro lado de la línea. El rumor de una respiración agitada.
- Creo que Maia es hija de Gabriela Ortiz...
- ¿Qué...? -Achával estaba seguro de no haber oído bien.
- Creo que es su hija, don Mauro.


IV

El silencio era como el de una atmósfera de tormenta previa a estallar. Después de quedarse casi atónito, Mauro Achával había rogado a Fabián que viniese con la muchacha hasta la casa. Y veinte minutos después, aquí estaban.
- ¡No podés creer lo que dice esa mujerzuela! -gritó Sofía.
- No lo dice ella, señora. Soy yo quien lo dice... -contestó ácidamente Fabián Salgado. Sofía parecía una tigra a punto de saltar. Una bruja lista a conjurar sus peores pócimas infernales.
Maia y Mauro Achával se miraban, demudados. Él devoraba cada centímetro de su rostro, reconociendo a la otra. A la querida muchacha muerta. Y encontraba que era casi un calco de Gabriela Ortiz.
- ¡Fuera de esta casa! -aulló Sofía.
Salgado no perdió la calma. Apretó el brazo de Maia que parecía a punto de salir huyendo de la señorial casona de Palermo Viejo.
- Hay un modo de comprobarlo. Un modo científico. El ADN... -espetó Fabián.
- ¡No escuchés a este loco, Mauro! ¡Echalo de aquí! ¡Este joven traicionó tu confianza, renunciando! -bramaba Sofía.
- Porque creí que Maia era su amante. Porque estaba loco por ella y no podía soportar esa idea... -replicó Salgado.
- ¡Te mandás a mudar de aquí con esta ramerita ahora mismo o llamo a la policía! -Sofía tomó el teléfono.
Achával la fulminó con la mirada. Sofía se quedó tiesa. Achával era un hombre sosegado, manso (al menos con ella). Lo que había en esa mirada maniató a la mujer que retiró la mano del teléfono y quedó en silencio.
- Maia... ¿estás dispuesta a hacer la prueba de compatibilidad...?
- Señor Achával... esto es una locura... Yo jamás me hubiera atrevido...
- Por favor, Maia. ¿Estás dispuesta?
Maia buscó la mirada de Fabián, como pidiendo protección. Lo que encontró en sus ojos le dio valor.
- Sí. Si usted lo quiere... -dijo con la cabeza gacha.
Don Mauro le alzó la barbilla y la miró a los ojos.
- Dios mío... -murmuró.


V

El doctor Ezquerra sonrió consciente del valor de sus palabras para todos aquéllos que esperaban ante él. La clínica de Ezquerra era de lo mejor en el país y América del Sur. Cara y de alta complejidad. Sólo trabajaba con laboratorios de primera.
- ¿Y bien, doctor...? -La voz traicionó a Mauro Achával al preguntar.
Maia tenía sus manos entre las de Fabián y temía que sus piernas se aflojaran en cualquier momento.
- Noventa y nueve, coma nueve de compatibilidad... -dijo el doctor Ezquerra.
Mauro Achával giró hacia la muchacha.
- Hija... -murmuró con un hilo de voz.
Ella no se atrevía a decir palabra. Fabián hubo de darle un leve empujoncito para enviarla directamente a los brazos de su padre.
- ¡Papá...! ¡Papá...! ¿Es verdad que sos mi papá...? -Maia tenía los ojos arrasados en lágrimas.
Achával la besaba y la besaba con una ternura infinita.
Y Fabián Salgado pensó que nunca habría creído que ver a Maia en brazos de Mauro Achával lo pondría tan, tan feliz...


VI

El silencio se había instalado entre ellos como una cortina pestilente. El silencio era un tul nauseabundo entre Sofía y su esposo.
- De modo que... -murmuró la mujer, sin poder completar la frase ni negar su despecho.
- Maia es mi hija. Maia tiene mi sangre. Yo la engendré... -Achával había encendido un cigarrillo y miraba por la ventana, dándole la espalda.
- Bueno... está bien... Toda una sorpresa, ¿no? Pobre chica... Lo que debe haber sufrido... -Hubo un tono de falsete en la voz de Sofía.
- Claro que sufrió mucho. Su madre murió y alguien se la llevó lejos de ella... y de mí...
- Sí, pobrecita.
- Vos sabés quién era ese alguien... -Mauro Achával giró lentamente y enfrentó a la mujer.
- ¿Qué?
- Recuerdo lo que dijo la casera. Esa chica que vino a visitarla era porteña. Era una chica fina... Yo agregaría que era un monstruo que vio su oportunidad... -Sofía retrocedió un paso.
- Sabías que yo no te amaba, que estaba loco por Gabriela. Y te encontraste con algo que yo no sabía: que estaba encinta... Apostaría que estabas presente cuando dio a luz... -Había un resplandor de frío invierno en los ojos de Achával.
- Mauro... ¿qué estás diciendo...? -Sofía comenzó a temblar.
- Vos te llevaste a mi hija mientras su madre agonizaba... Sabías que yo amaría por siempre a ese bebé. Y no querías obstáculos, ¿no? Ningún obstáculo...
Achával dio un paso. Más que un paso, fue un salto. La aferró del cuello con sus manos. Y Sofía se dobló en dos...
- ¡Piedad, Mauro! -gimió.
Un poco más de presión y ella se hubiera desplomado como un títere sin hilo.
Achával vio los ojos desorbitados de Sofía Villar.
Y también los ojos cerrados para siempre, de Gabriela Ortiz.
Algo se aflojó en su furia. Ese algo aflojó sus manos.
Sofía se desplomó al suelo gimiendo...
- No quiero volver a verte nunca más... -murmuró Achával.
Salió de la habitación dando un portazo.






EPILOGO

- Maia...
Fabián murmuró su nombre en aquel cuarto en penumbras mientras se embriagaba con la fragancia de su piel. Esa piel desnuda, hambrienta de deseo, hambrienta de pasión. Por primera vez, hambrienta de amor.
Toda Maia era amor. Toda Maia descubría por fin el magnífico sentimiento que da razón a la existencia.
Fabián bebió de su boca. Bebió hasta saciarse. Y después mientras ella gemía y gemía su nombre, se hundió en su misterio de mujer.


FIN

Ilustraciones de Luis Piana)

(c) Todos los derechos reservados - Armando Fernández

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